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Villa de Taracena.

Siempre en medio de la aridez. Aquí, vamos a pernoctar; no sin, antes, ya haber tenido un encuentro, por cierto inesperado, pero por cierto bienvenido.



Don Iñigo de Ayala

Después de ver tanta glorificación prodigada a los famosos nombres de la epopeya americana, aquí tuvimos la satisfacción de conocer a uno de los millares de nombres anónimos, si nos permitimos la incongruencia, que rellenaron la epopeya; sin los cuales los capitanes nada hubiesen logrado - un oriundo de Taracena; con su nombre recordado solamente en su terruño natal, sí, pero símbolo de los millares de anónimos, como él mismo, parte esencial de los acontecimientos. Conocimos pues, en una placa de azulejos, a Don Iñigo de Ayala, que fue a Chile; incluso, en un medallón, vimos su retrato de pie; ciertamente, en cuanto a la cara, sólo simbólico pero, en cuanto a la vestimenta, probablemente representativo de los millares de hombres menudos en rango, si bien no en determinación, que cruzaron el Atlántico - ¿con qué ideas en sus corazones, con ideas de enriquecerse a costa de genocidio, o con ideas de lograr una vida sin penurias, tal vez hasta holgada, dentro de sus preceptos originales de moral, trabajo, convivencia? - ¿quién sabe?

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Salidos de la Castilla de Isabel.  Entrados en el Aragón de Fernando.

En la perspectiva histórica, estos dos nombres constituyen inevitablemente no un binomio sino una mónada, a punto de que es inhabitual pronunciar uno de ellos sin pronunciar, o por lo menos evocar, en el mismo aliento, el otro; una mónada - por lo que parecería - ordenada como inevitabilidad imperativa.

Empero, tropezamos con, y nos quedamos fascinados por, un guión inimaginablemente diferente - por lo menos hoy en día inimaginable - para la epopeya de Isabel, Fernando, los Sarracenos, Colón, América, Portugal, las repercusiones mundiales; nos quedamos fascinados por la tremenda alternativa de que Isabel de Castilla y Fernando de Aragón no se hubiesen casado y no hubiesen cooperado, no hubiesen presentado un frente común contra, primero, los Moros, y luego, Portugal.

Hoy, las cosas tal como ocurrieron - o sea el casamiento de Isabel y Fernando; la fusión de Castilla y Aragón; la improbable erradicación de los Arabes - mejor dicho de su dominación, tantos siglos y tan profundamente arraigada en la península, aparentemente para siempre; la chispa española en América; las justas mundiales de poderes entre Portugal y España después del viaje I de Colón - todas esas cosas parecen, hoy, tan predestinadas e inevitables como un >>>>>>>>