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ancho de tantos kilómetros cuadrados tras tantos kilómetros cuadrados, por valles y laderas; ya lejos de ser campiña con muchas casitas, más bien es una ciudad con muchas manchas verdes, y sin fin, sin fin a la vista aun mirando desde lo alto de las sierras.

El tráfico ostenta la feliz intimidad, que tan bien conocemos, de emprendedor individualismo de los conductores, de pulsantes enjambres de peatones, y de sosegadas carretas de tracción ya sea de dos o de cuatro patas, sin olvidar los modernos burros a motor de dos tiempos. El conductor de la Expedición tuvo que cambiar al modo iberoamericano de manejar. Lo que no está mal, quizás mejor que la fría impersonalidad de los bólidos disparando zum, zum, zum, por las autovías despejadas, en egocéntrica soledad ... hasta carambolear de a cinco o diez o veinte coches, lo que nunca podría ocurrir aquí, en este humano compartir de este planeta de todos nosotros - si es que tiene que haber, que no tendría que haber, tanta gente para compartirlo.

Un peor reencuentro es aquel con la inignorable contaminación del aire, contaminación de horizonte a horizonte, por más que el horizonte vaya cambiando - de fuentes bien identificables, desde quemas de sarmientos a chimeneas de fábricas, pasando por los escapes en la ruta misma, incluso directamente en nuestras narices como en los días hispanoamericanos aquellos.

En otras palabras, la primera manifestación en Europa de lo malo de Iberoamérica - sin lo bueno de Iberoamérica.

Pôrto. Los dos primeros tercios de Portugal; o sea de la palabra "Portugal". Nos venimos a Pôrto para tratar de descascarar una incógnita. Nos pasamos varias horas haciéndolo; pero, ahora, primero a salir de Pôrto para encontrar dónde anotarlo con calma, y probablemente pernoctar.

Viajando al sur de Pôrto. Sigue la claustrofóbica densidad sin fin de ocupación edificada de la tierra. Sin esperanza de encontrar algo más poético, vamos a pernoctar en una calle. Además, ni queda ya tiempo para anotar la incógnita porque, apenas afuera de Pôrto, pasamos por un manantial surgiendo de una ladera - lo que, en esta península ibérica, no es infrecuente - pero, en ese caso, había también un lugar para estacionar el coche cómodamente, combinación irresistible para un quehacer por lo menos tan necesario como ocuparse de incógnitas, y que, además, nos esperaba ya desde lejos en España: remojar y remover de nuestro vehículo una copiosa salpicadura de bosta de vaca, bien fresquita cuando ocurrió el hecho, y ahora resecada en duro revoque.

Mañana, o en otro momento, será la incógnita.

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