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Hoy, cuarto día en Teotihuacan. Siete horas sin parar; sin parar un minuto; ni siquiera - sentimos la real necesidad de especificar, por nuestro asombro siempre vivo de la etiqueta que descubrimos en los círculos turísticos de Tical, pero etiqueta que debe de ser universal, del almuerzo de rigor a las 12:30 aun en perjuicio del tiempo ya miserablemente mezquino concedido al tema propio de la visita - sin parar un minuto, pues ni siquiera para probar bocado, ni siquiera para acordarse que sería tiempo para probar bocado. Y todavía falta hablar nuevamente con los arqueólogos.

Ahora sí, a comer; después de, no en vez de, dedicar atención a lo que venimos a conocer.

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Hoy, hablado con los arqueólogos. También aprendimos - de ellos mismos - la existencia de una "joya colonial más pequeña del mundo", a unos 6 kilómetros de terracería de aquí. ¿Querremos tomar el riesgo de averiguar? Frecuentemente, esas descripciones fantasiosas esconden mediocridad. De todos modos, hoy, la aventura podía haber sido demasiado apurada - no sabemos qué esperar. Preferimos dedicarnos a tareas varias - que nos sobran otra vez (se rompió un ambiturómetro, correspondencia impostergable, empezó a chillar de manera intolerable un vidrio del vehículo, etc., etc.) - y animarnos a comprobar el dato mañana temprano.

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Hoy, por última vez, más tiempo entre las ruinas. También visitamos la "joya colonial más pequeña del mundo". También visitamos un taller de manufactura de las esculturas de obsidiana que tanta fascinación parecen ejercer sobre los turistas a juzgar por las cantidades ofrecidas tanto por tiendas establecidas como por coyotes ambulantes.

Mañana, puesta al día de las notas.

Ah, sí, y compramos leche "de vaca", o sea directamente de un campesino - la otra leche por acá no es de vaca, es "de tienda"; el campesino nos despachó su leche "de vaca" con una lata de aceite de motor. Ante nuestra alarma, nos aseguró que hacía mucho que la utilizaba.  Esperemos.