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Nos estamos acercando al Disney World, no podría haber duda al respecto. En la autopista donde estamos ahora, hay grandes carteles, del mismo tipo y tamaño que los oficiales que, en autopistas, anuncian las próximas ciudades, pero anunciando el Disney World.

Desvío desde la autopista hacia el parque de diversiones. El desvío es otra autopista; tan moderna, ancha, substancial, como aquellas de la red vial, pero lleva exclusivamente al parque de diversiones. Y qué tráfico; centenares de coches, todos, en la misma dirección, hacia el parque de diversiones.

Viendo esto, nos preguntamos si queremos seguir con el alud; bueno, por ahora no se pierde gran cosa; vayamos.

A la vista, en la distancia, un monstruoso puesto de peaje como jamás vimos hasta ahora, con, por lo menos, diez carriles, y ello, sólo para entrar al estacionamiento.

Por instinto de conservación, salimos de la caravana hacia un costado de la autopista. ¿Queremos realmente meternos en esto? ¿A dónde van a parar estos centenares de coches? Eso no es para nosotros. Bah, vayamos, aunque sea para ver dónde van a parar los coches.

Y comprimidos en el alud otra vez.

Y henos en el increíble maravilloso mundo del Estacionamiento Walt Disney. Ver esto ya valió la pena de llegarnos hasta aquí y pagar la no poca entrada al estacionamiento.

No por la inmensidad de decenas de hectáreas de asfalto del estacionamiento, sino por la increíblemente exacta manera de infaliblemente encauzar el flujo de centenares de coches, coche tras coche, en los centenares de casillas de estacionamiento, casilla tras casilla, sin posibilidad de fantasías personales; por obra de un escuadrón de encargados con imperativas personalidades y mojones de plástico en mano, reduciendo los coches saliendo de los diez o más carriles del peaje en un solo flujo, denso como cadena de procesamiento factoril, y canalizándolos, tan implacablemente como una línea de productos en una fábrica, hacia una hilera predeterminada y obligatoria entre todas las hileras del estacionamiento, y, dentro de esta hilera, encasillando cada coche obligadamente cada uno en el lugar libre exactamente al lado del lugar recién ocupado, ni uno más ni uno menos, como pancitos siendo mandados en cadena al horno, sin la menor chispita de libre albedrío por parte de los pancitos; y pasando luego, por hábiles maniobras de los mojones de plástico portátiles, a otra hilera y sus casillas, y otra hilera y sus casillas, y otra, y otra. Todo, tan suave- y rápidamente que, mientras un coche apenas se detiene en su casilla, el coche al lado ya está dos tercios adentro, el coche al lado está un tercio adentro, y el coche al lado recién está por entrar.

Hasta aquí, la primera parte del espectáculo.