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parabrisas. Bueno, no lo rompió en pedazos, lo rajó; lamentablemente, en la mitad frente al conductor, pero, con suerte dentro de lo malo, un poco debajo de la línea de visión, y en una forma que, dentro de lo malo, se puede encontrar estética: cuatro arcos concéntricos de mayor a menor, casi como un parco y expresivo dibujo japonés. Naturalmente, parabrisas de esta forma, aquí, no hay, y de esta calidad, tampoco.

Nunca alcanzamos a mencionar que, en nuestros andares por el Brasil, hemos visto, a lo largo de las carreteras, literalmente centenares de montículos de parabrisas reducidos a granulados; a veces, también vehículos circulando sin parabrisas; y, un par de veces, un vehículo parado, del cual el conductor estaba desmenuzando el parabrisas todavía en su sitio pero reducido a los consabidos pequeños gránulos que no cortan.

Siempre fue un misterio para nosotros la gran cantidad de parabrisas rotos en este Brasil; por colmo, mayormente a lo largo de carreteras asfaltadas; y siempre fue un misterio para nosotros por qué esos parabrisas dañados nunca quedan transparentes y servibles aun cuando solamente rajados, mas siempre se vuelven totalmente opacos, lechosos, del primer al último centímetro cuadrado, como por contagión desde el lugar impactado, mientras que, en los ripios del Artico, hemos visto, en ciertos lugares todos los vehículos prácticamente, con sus parabrisas impactados, una y hasta varias veces, pero, si bien inestéticos, siempre todavía transparentes y servibles.

Volviendo a lo nuestro, nuestro parabrisas, muy muy felizmente no sufrió la quebradura brasileña; porque, entonces, tendríamos que aguantar, ahora, los miles y miles de kilómetros y los meses que faltan para llegar a Miami, sin parabrisas, una catástrofe que es mejor no detallar; nuestro parabrisas tiene sólo las susodichas rajaduras, y sigue muy servible. Mientras no pase nada peor, todo estará bien.

La paradoja es que pudimos recorrer victoriosamente, indemnes, tantas decenas de miles de kilómetros de caminos de piedras sin más daños que media docena de muesquitas, menores que una cabeza de alfiler, para sucumbir, ver nuestro parabrisas arruinado, aquí, en pleno asfalto.

Es que, en los caminos de piedras, por una parte, éramos, durante miles de kilómetros, los únicos viajeros, y, por otra parte, cuando aparecía un bólido por delante o por atrás, de repente a Karel le agarraba un mareo que le impedía controlar nuestro vehículo, de manera que éste, en vez de quedarse en su derecha, empezaba a desviar por el centro de la carretera, o, si necesario, hasta por la izquierda, hasta que el artista del volante que se venía, reducía su velocidad; cuando, de repente, se le iba el mareo a Karel y nuestro vehículo se encontraba otra vez obedientemente en su estricta derecha como corresponde. Mientras que aquí, en plena zona poblada y con asfalto, no había por qué, y no había cómo, tomar semejantes precauciones.