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\RJ/  Después de cinco días en Rio de Janeiro.

Rio de Janeiro, visto en ensueños desde lejos, o sea desde otro país u otro continente, o incluso visto personalmente "desde la nada", o sea llegando por avión o por barco, puede parecer un fenómeno de excepción engarzado en la costa atlántica de América meridional. Pero, visto después de los centenares de kilómetros de admirable litoral que nosotros vimos desde casi Santos hasta casi Rio de Janeiro, deja instantáneamente de tener la fascinación que décadas, y quizás un siglo, de propaganda turística bien orquestada nos quieren hacer creer que tiene; porque, en realidad, no es más que unos kilómetros más de la misma costa, salvo que, aquí, el versátil, sinuoso, pintoresquismo está descuartizado por la verticalidad y angulosidad del hormigón.

Rio de Janeiro, visto de cerca, por dentro, con su densa proliferación de altos edificios, su tráfico de mismo calibre y, sobre todo, el consecuente sudario de contaminación que lo envuelve todo, pierde no ya su fascinación folklórica para turistas sino su respetabilidad. Rio de Janeiro se vuelve despreciable, Rio de Janeiro está en el mismo cajón que Machu Pijrchu. Cualquier propaganda tratando de atraer a turistas tendría que ser penada por un ente de protección del consumidor, salvo que lleve bien destacada la advertencia, en el caso de Machu Pijrchu "La atracción principal es panorámica, no arqueológica - para arqueología incaica, hay otros lugares, superiores"; y en el caso de Rio de Janeiro "El Rio de Janeiro que Usted va a ver no es el de sus sueños".

Quizás - aun probablemente - en otros tiempos, Rio de Janeiro era realmente una ciudad de excepción que disfrutaba de su panorama en vez de matarlo; a juzgar por la vista, muy pintoresca por cierto, que descubrimos en nuestras andanzas, de un cerro menor no tocado por fama, en los trasfondos de la ciudad, cubierto de pequeñas casitas multicolores; y a juzgar también por una ilustración en vista general que vimos, de la bahía, de los morros, y de la ciudad entre bahía y morros, pintada antaño, cuando las casas tenían a lo sumo un solo piso alto, y pintorescos techos rojos.

Nos parecía bien inútil subir al famoso Pão de Açúcar, con sus 390 metros (aproximados, ya que nadie se pone de acuerdo) o al no menos famoso Corcovado, con sus 700 metros (aproximados, ya que tampoco nadie se pone de acuerdo) para ver el desastre desde arriba.

Finalmente, por deber ciertamente más que por placer, decidimos subir, y elegimos el Corcovado porque a éste se puede subir por una carretera, mientras que la cima del Pão de Açúcar se puede alcanzar sólo por teleférico.