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que buscábamos un gusto diferente, no era en este caso lo ideal; y de ahí nos salió la idea de tratar de experimentar con carnes todavía más exóticas que el caribú, y de ahí nuestra pregunta al policía.

El resultado fue que el policía nos invitó, sin más ni más, a ir con él en el patrullero a visitar unos campamentos de "Indios" a ver si se podía conseguir un poco de castor o quizás también de lince. Así fue que, en la nevada apretando cada vez más, pero de todos modos a 110 kilómetros por hora, fuimos a visitar dos o tres campamentos de "Indios".



Y qué lindo se está adentro

No conseguimos carne, ni de castor, ni de lince, pero algo seguramente todavía más inalcanzable para forasteros como nosotros: pudimos entrar en la antecámara de una de las chozas de los Ininivuks, y hasta en la habitación central de otra choza, en otra parte; y pudimos observar así la estructura de finos troncos atados entre sí, cubierta de lona como techo, y de lona y plástico como paredes; con un tambor recortado para hacer de estufa, con un fuego vivaracho de leña; con la falta de muebles salvo una especie de mesa y lo que parecía bolsas de dormir.

La mujer estaba arrodillada en el suelo y sentada en sus talones, y el hombre estaba sentado en un balde dado vuelta. En la entrada, en el piso, había una rama de pino haciendo de alfombrita. El ambiente era tranquilo, calentito. No mucho más que una cueva artificial, y sin la solidez de una cueva. ¿Qué había en el corazón y el alma de sus moradores debajo de la apaciguante serenidad ambiente?  ¿Felicidad, resignación, desesperación?

Quizás como compensación por la falta de éxito en las visitas a los campamentos ininivuks - por lo menos falta de éxito en el orden culinario, ya que, para nosotros, lo que vimos nos valió más que carne de castor, de lince o de otra cosa - el policía, cuando volvimos al campamento de vialidad, nos invitó a su casa - mejor dicho a su hogar, porque hogar era pero, más que casa, era una de esas unidades habitacionales alargadas sobre ruedas, y nos regaló una perdiz todavía emplumada y sin limpiar, una tajada de lomo de alce, tres filetes de un pescado que aquí llaman dorado - así, en forma castellana - y dos truchas; como para no morirnos de hambre por varios días. Con los pedazos de caribú y los ptarmiganes de ayer, nuestras provisiones van en aumento.

Respecto a la gran amabilidad, incluso afabilidad, de estos dos policías, y de todo el mundo en este campamento, es tiempo de anotar un sacrificio nuestro que no pudimos evitar - y que ni tratamos de evitar, con el sentir de hacer obra de bien, de responder a calidez con calidez.

Resulta que en nuestros primeros días en Québec, tanto tiempo parece ya, dirigíamos la palabra a la gente no en inglés, como bien podía haber sido, sino, por deferencia al sentir quebequense, en francés. Y bien dolorosamente pagábamos esta urbanidad porque, si bien nosotros hablábamos francés - y francés parisino, la gente nos contestaba con su québecois resultando en toda >>>>>>>>