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Ahora, por fin, hacia la otra parte del lado argentino de estas cataratas del río Iguazú, hasta ahora sólo adivinada por su penacho ininterrumpidamente subiendo desde alguna parte que no se ve desde aquí, hacia el cielo: la denominada Garganta del Diablo.

Vimos.

No sabemos por qué se llama aquello Garganta del Diablo; esto lo reduce, en tamaño y en infernalidad; Entrada al Infierno, Corredor al Infierno, sería ciertamente más apropiado; una visión abrumadora, hechizante, una tremenda herradura de cinco poderosas cataratas apretadas, lado a lado, en el reborde del precipicio, y entrecortando y entrechocando sus costados en la caída, largando toneladas de agua a un abismo infernal lleno de vapores, cuyo fondo nunca nadie vio ni podrá jamás conocer, salvo que los Brasileños, allá aguas arriba, decidan, un día, cerrar todas sus compuertas durante bastante tiempo. Es muy fácil, casi inevitable, imaginarse un cuento fantástico en el cual, dejándose llevar y tragar por esa succión infernal (otra vez esta palabra, pero la única apropiada) hacia el fondo ignoto, uno emergería en otro mundo, otra dimensión.

El colapso de las aguas crea una fuerte corriente de aire que va rebotando desde el abismo, elevando consigo hasta fuera del abismo nubes de polvo de agua que, en parte, cae de inmediato todo alrededor como tupida llovizna, poniendo en peligro cualquier cámara fotográfica bastante atrevida como para querer fijar la Entrada al Infierno sobre película.

Era fácil ver que la llovizna venía por oleadas, por lo que era pura lógica que, entre dos olas, se podría tomar fotografías. Pero ¿cómo saber cuándo, con bastante preaviso, para sacar la cámara del bolsón protector a tiempo y meterla nuevamente a tiempo adentro? era el problema aparentemente insoluble.

Božka, como chispazo, de los que suele tener, pronto descubrió la clave, un descubrimiento que, de haber sido hecho por un científico en su laboratorio, tendría toda el aura de la ciencia: observó que, mientras el arco iris que permanentemente colgaba verticalmente en el abismo se quedaba ahí, era tiempo bueno para la cámara, pero cuando el arco iris se agrandaba hasta salir del abismo, por encima del nivel superior del río, al segundo venía una llovizna, tanto más nutrida y larga cuanto más se había alargado el arco iris, con una máxima cuando el arco iris se había alargado hasta formar un semicírculo completo fuera del abismo, casi apoyando sus puntas sobre la superficie del río.

Así armados de esta alarma preventiva de llovizna - que es mejor que cualquier alarma de incendio o de robo porque éstas nunca son preventivas, y que no es una coincidencia de comadre, sino que tiene su muy sólida base científica - pudimos tomar fotografías impunemente en los momentos seguros, y guardar, volando, la cámara un segundo antes de cada ducha.