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En cuanto a dar, estábamos viajando por la estepa, cuando, sin contexto lógico, apareció, en medio de la soledad y del viento, una joven mostrándonos que parásemos. Se veía a una legua que era miembro de la cofradía de cierta gente joven que pone su mundo al revés, a saber que, en vez de trabajar primero, y luego, con lo ahorrado, recorrer el mundo, está tratando de recorrer el mundo primero como parásito a costillas de otros, y dejar el trabajo para un futuro, cuanto más alejado mejor. De éstos, hay por todos los lados, como cucarachas, y especialmente, por alguna razón, en la punta sur del continente más que en cualquier otra parte.

Bueno, una razón podría ser que justamente la punta del continente quizás sea más representativa de aventura.

Nosotros, por principio, nunca llevamos a nadie, por razones de peso, de espacio y de seguridad. Contados son los casos cuando hemos llevado a alguien por razones especiales. Y menos llevaríamos jamás a uno de estos parásitos. Así que íbamos a seguir no más. Cuando ello se hizo obvio, el movimiento de la mano de la joven no fue de alguien que se dedica a su deporte favorito sino de alguien angustiado.  Paramos.

Era una parásita. Había llegado a estos parajes con un camionero desde la ciudad de Río Gallegos, en la Argentina. El camionero, en vez de ir por la ruta principal donde la podría haber dejado en un sitio poblado, se había tomado una cortada, y la había dejado en el medio del descampado, diciendo a la joven - o por lo menos ella, con su poco castellano, así había entendido - que su meta, Punta Arenas, estaba a pocos kilómetros y que podría ir caminando. Pero ella ya había caminado kilómetros y sólo había visto soledad y viento, así que no sabía dónde estaba siquiera. Sólo sabía que estaba en algún lugar de la Patagonia.

Cuando le dijimos que Punta Arenas se encontraba a algo como 120 kilómetros, se puso realmente desesperada y empezó a llorar - porque nosotros le habíamos dicho, de entrada y bien claramente, que nunca llevamos a nadie.

Pero era obvio que no se la podía dejar así, con la noche viniéndose y con semejante viento, en el medio de la estepa.

Por otra parte, nosotros tampoco sabíamos a ciencia cierta dónde estábamos exactamente, si estábamos en el camino correcto, y dónde se encontraría un poblado. Llegó a pasar un vehículo en sentido contrario. Lo paramos y averiguamos. A cierta distancia, frente a nosotros, se encontraba la solución de todos los problemas: un cruce de caminos con una posada, donde nosotros doblaríamos hacia la derecha en dirección a la frontera, y ella tendría un resguardo para seguir dedicándose a su deporte parasitario.

Así pues la llevamos, y sin desearle felicidades expresamente, le dimos ciertamente una infinidad de felicidad.

Mientras viajamos con ella, nos enteramos de que es Belga y de que ya había recorrido Europa, parte de Asia, pegado un salto a Australia, luego a Nueva >>>>>>>>