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Resulta que, en los primeros días de nuestra estadía en Santiago, nos buscamos, como es siempre nuestra costumbre en ciudades donde estamos por permanecer algún tiempo, un lugar tranquilo para quedar estacionados para nuestros trabajos sedentarios. Pero, en este caso, cuando lo encontramos, ni siquiera habíamos todavía detenido la marcha, cuando vimos que desde un jardín nos miraba un petizo viejito con ojos asesinos. Cuando vio que nos estábamos estacionando para quedarnos, empezó a ambular a trancos ida y vuelta dentro de su jardín, como coyote enjaulado, siempre mirándonos, y finalmente salió a la calle y nos invectivó de la manera la más grosera, mandándonos mudarnos, que, si no, iba a llamar los carabineros.

Le dijimos que estábamos estacionados en una calle pública y estacionados correctamente, así que no había razón por qué tuviéramos que cambiarnos, y quisimos explicarle por las buenas y por la razón quienes somos y qué hacemos. Pero él siguió con su rabia vacía, especialmente con sus vociferaciones que él era juez, como si ello nos importara un comino. Le dijimos que llamara pues a los carabineros y a quien más quiera. Como ya estaba por anochecer, y de todos modos no nos queríamos quedar más tiempo, nos fuimos.

Al día siguiente, volvimos al mismo sitio, pero, para nuestra tranquilidad, fuimos primero a la comisaría de carabineros para explicarles el caso. Nos dijeron que nos fuéramos a estacionar en el sitio y que ellos iban a venir. Fuimos nosotros y vinieron ellos. Vieron que, efectivamente, teníamos todo el derecho de estar dónde y cómo estábamos. Llamaron al ñato loco, pero éste ni les quiso atender. Los carabineros, en vez de insistir, se fueron mansamente. Nos quedamos, y nada más pasó aquel día.

Una semana más tarde, otra vez el domingo, cuando no se podía hacer otra cosa, nos estacionamos en dicho lugar. No veíamos razón de ceder a los caprichos de un loco. El llamó a los carabineros. Vinieron éstos. Salió el juez-gusano rabioso de su escondite y derramó sobre nosotros en tono histérico una catarata de mentiras calumniosas que, a más de ser asquerosas, eran estúpidas, especialmente viniendo de un señor juez, porque se podía comprobar en el acto que eran mentiras, preguntando a los demás vecinos - que fue lo que los carabineros hicieron.

En resumidas cuentas, los carabineros nos dijeron que nosotros estábamos en nuestro pleno derecho, que no nos podían decir que nos fuéramos, pero nos aconsejaron que nos fuéramos porque, nos dijeron, aquel era un administrador de la justicia y que iba a seguir llamándolos, y que ellos no podían nada contra él.

Fue realmente un espectáculo inaudito, insospechado, inconcebible, ver que un miembro de la Institución Defensora de la Verdad y de la Justicia haya demostrado tener como única arma la mentira la más vil y la calumnia, y tener, en vez de un carácter equánime, una rabiosidad paranoica, y tener, en vez de una inteligencia clara, una estupidez inmediatamente comprobable, todo cuanto nunca se sospecharía de una persona con estudios, y menos con estudios de >>>>>>>>