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Esta mañana, ya estábamos cansados de tratar de decidir si sí o si no - si sí o si no - vamos o no vamos de vuelta a Guachipas a intentar lo aparentemente imposible, o si sí o si no, nos perdemos una pintura rupestre que nos parece tan interesante, más que nada por sus implicaciones históricas, cuando se nos ocurrió una idea constructiva, un ingrediente nuevo, para deshacer el nudo: se nos ocurrió que la única manera un poco razonable de hacer las cosas sería volver al museo, acá, para hacer un calco de los dibujos y, con calco en la mano, algo concreto para mostrar, la situación quizás sería menos aleatoria.

Así hicimos. Fuimos al museo. Su dueño, con suma gentileza, nos dejó hacer el calco.

Y ahora, otra vez hacia Guachipas. Pero ahora ya no por la vuelta abominable de los valles calchaquíes - que deben de ser la venganza de los Calchaquíes, antiguos dueños de estas partes, por haber sido borrados del mapa por el salvajismo español - sino por el camino principal de Cafayate hacia Salta.

Apenas salidos de los viñedos y de una asombrosa doble hilera de árboles seguramente más añejos que las parras de la zona, estamos disfrutando de un panorama que no esperábamos y que, de por sí, ya se merece el viaje. El camino desembocó en un despliegue de topografía erosionada que se puede calificar sólo de esplendorosa, con los hermosos colores de siempre y sus combinaciones que uno nunca se cansa de admirar, y con formas erosionadas en toda la gama desde cincelados tan finos como encajes hasta castillos fortificados como ningún ingeniero militar medieval soñó jamás.

Se apagó el esplendor, pero sigue hermosura. ¿Por qué se habla tanto de los valles calchaquíes, que no tienen nada salvo un mal camino, cuando hay estos panoramas entre los mejores del con tinente desde una ruta acaso con muchas vueltas pero sin problemas?

Otra vez en Guachipas.

No, nadie - uno tras el otro - conoce estas pinturas. Sin embargo, por las coordenadas que tenemos - el cerro de Las Bolsas, el río Carahuasi y la cuesta de La Mesada - la cueva sí debe de estar, irónica- y dolorosamente, a escasos kilómetros más allá de la cueva de Casa de Arcos del otro día.

¿Qué hacer?  ¿Arriesgar?

Sí, arriesgaremos. Ahora, por lo menos, sabemos a donde ir a dormir: a nuestro dormitorio solitario y silencioso del otro día, al pie de la primera de las dos cuestas.  Y mañana, veremos.