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La noción de luz creando electricidad se vuelve de repente mucho menos misteriosa y milagrosa apenas se considera que luz es simplemente una onda electromagnética y que, por ende, se trata simplemente de conversión de una onda electromagnética en electricidad.

Con este concepto, el principio de una célula fotovoltaica es maravillosamente simple y astuto, si bien la tecnología requirió, y requiere, un sinfín de ensayos e investigaciones que, ahora mismo, continúan.

Se toma dos conductores de electricidad disímiles, ambos con conductividad eléctrica, inferior a la conductividad de un metal, pero superior a la falta de conductividad de un aislador, o sea se toma dos semiconductores disímiles; o se puede tomar dos pedazos de un mismo semiconductor como ser silicón o germanio (y hay otros materiales) y hacerlos disímiles maculando cada uno con una "impureza" diferente, como ser, uno con fósforo o antimonio (y hay otros materiales), y el otro con borón o galio (y hay otros materiales), de manera que uno sea más propicio a carga negativa y el otro más propicio a carga positiva cuando la onda electromagnética que llamamos luz los impacta. Este último sistema, de un mismo material semiconductor para las dos piezas luego hecho disímil por el agregado de "impurezas" es el preferido porque así se puede controlar la absoluta pureza del semiconductor básico y la exacta calidad y cantidad de las "impurezas" agregadas.

Se interconecta estos dos semiconductores maculados y se los expone a la onda electromagnética de la luz solar. El flujo de la onda electromagnética crea una carga positiva y una carga negativa en sus respectivos semiconductores. Como los dos semiconductores están interconectados, las cargas se van infiltrando mutuamente hasta que eventualmente se crea un campo eléctrico interno, a lo largo de la junta de los dos semiconductores, lo bastante fuerte como para cortar la infiltración mutua de las dos cargas, y las dos cargas, positiva y negativa, se vuelven disponibles para su utilización como corriente eléctrica por medio de terminales hacia el exterior.

El cruel malabarismo está en que se debe utilizar estas cargas en la célula fotovoltaica a medida que se vuelven disponibles, aunque sea mandando la corriente eléctrica a un acumulador para su uso posterior - porque, de no hacerlo, el potencial de las cargas se pierde; y hay que utilizarlas, naturalmente, a lo máximo de la capacidad de la célula fotovoltaica y de la fuerza del Sol, cómo y cuándo disponible - pero no se debe agotar las cargas tanto que el campo eléctrico interno que separa los dos semiconductores desaparezca, interrumpiendo la disponibilidad de cargas hacia el uso externo.

El contraste entre la simplicidad del principio y la dificultad de la tecnología tiene su ilustración en el hecho de que, si bien el efecto fotovoltaico fue descubierto ya en la primera mitad del siglo XIX, en 1839, >>>>>>>>