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paja brava cedieron el paso a inmensos mosaicos, o tapicerías, de tierras de todos los colores más delicados e indescriptibles de la paleta pictórica geológica.

Mientras tanto, seguimos en los 4.300 metros. Sin duda, en algún momento habrá que bajar, porque, sin la menor duda, el océano Pacífico está en cero metro, pero cuándo será, es la incógnita.

El camino sigue muy sinuoso, angosto, inconfortablemente saltarín, y no se despega de sus 4.200 metros.

En notabilísimo contraste con las semanas y meses pasados, permanentemente se ve un sinfín de bandadas de pájaros pequeños y veloces emergiendo de entre las matas de paja brava. Debe de haber una buena razón por qué están aquí por miles.

Ahá.  Ahora, unas matas de flores azules.

¡Ahá!  Nosotros estamos a 4.000 metros de altitud, pero delante de nosotros se abrió la fantástica visión de un abismo hasta el infinito.

Bueno, a segundo vistazo, un abismo fantástico, sí, pero muy relativo en el contexto cordillerano; de ninguna manera, una llanura al pie de la Cordillera, sino, solamente un nivel muy inferior al nuestro, con sus propios cerros, valles, hasta cañones.

De todos modos, así, aquí, a 90 kilómetros de la frontera, por fin terminó la altiserranía de la alta Cordillera. Y, aparentemente, se nos terminaron las ininterrumpidas semanas y meses de vivir alrededor de los 4.000 metros de altitud.

3.800 metros.

3.600 metros.

3.300 metros y bajando.

2.900 metros y bajando; pero, y otra vez contra nuestras expectativas, no abruptamente sino en un declive muy suave, prácticamente sin acelerador y sin frenos.

2.600 metros; el camino se las arregla para siempre seguir una de las crestas que forman el paisaje, de manera que tenemos una vista por encima de las otras crestas como de un mar, hasta la bruma en el horizonte.

El ambiente se volvió totalmente desértico. Ni siquiera la paja brava de las alturas queda. Todo es piedra y tierra resecada. Pero el conjunto tiene grandiosidad.


Camino a Huara, humor del desierto

2.200 metros y bajando. El andar se volvió aparentemente fantasmalmente silencioso porque se nos taparon los oídos por la diferencia de presión atmosférica, como cuando volábamos y bajábamos en una avioneta sin presurización.