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Pero, en Huachacalla nos enteramos de que, para llegar a nuestra próxima meta, que no era realmente Escara sino Chipaya, era mejor seguir hasta el pueblo de Sabaya, que también estaba en el derrotero de nuestra luz conductora, y de ahí, si bien resultaba más largo, ir a Chipaya.

Con los dos segundos para asimilar la nueva situación, literalmente agarramos viaje y continuamos siguiendo el penacho de polvo, a veces gris, a veces blanco, según era tierra o salitre, de nuestra estrella; quizás era más bien de nuestro cometa.

Antes de salir de Huachacalla, nuestro guía nos había asegurado que se llegaría a Sabaya holgadamente antes del anochecer. Pero, tal como nos había pasado entre Oruro y Toledo, el anochecer se vino más rápido de lo que él había creído, por lo que él empezó a andar más rápido de lo que era prudente en las circunstancias, con el resultado no muy imprevisible de que se metió en un problema mecánico, específicamente de que, por los brincos debidos a las desigualdades de la huella, se le abombaron los dos muelles en el sentido contrario a su curva natural, con el muy previsible resultado de que, debido al atraso de los arreglos, se llegaría, ya seguro, a Sabaya de noche. Y cuando el mismo percance ocurrió una segunda vez, ya era seguro que no solamente se llegaría a Sabaya de noche, sino que, incluso, habría que cubrir parte de la distancia ya totalmente a oscuras.

Ahí, la cosa se puso fea. Mientras que, de día, podíamos regular la distancia entre nuestro guía y nosotros según las necesidades del terreno y según la dirección del viento - según éste llevaba el polvo levantado por el guía ya sea de costado o directamente en nuestra nariz - en la oscuridad, no podíamos alejarnos de él en lo más mínimo, quiere decir que, frecuentemente, viajábamos totalmente enceguecidos por el polvo en la oscuridad - y conscientes del peligro, pero no nos animábamos a perderlo de vista.

Hasta que lo que tenía que ocurrir, ocurrió. Karel se equivocó de huella y nos encontramos en una antigua huella - ahora intransitada e intransitable por haberse vuelto un arenal puro y simple - que nos trabó, inmovilizó, sin remedio.

Tocamos la bocina, echamos a andar nuestra sirena de alarma para llamar la atención del otro vehículo, que se alejaba, pero sin efecto. Aquel se alejó, y desapareció. Nos quedamos solos en la inmensidad, la oscuridad y la arena suelta. En el peor de los casos, sería un lugar tranquilo para pasar la noche, y el día siguiente sería otro día.

Sin embargo, no costaba nada probar cómo se comportaría nuestra doble transmisión en la super baja. Muy felizmente, el vehículo empezó a arrastrarse por la arena hasta llegar eventualmente a una conexión con la huella menos suelta. Y de ahí, seguimos - porque no había otro remedio, solos - por la >>>>>>>>