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Hoy, pasamos el día en la Villa Hermosa de Nuestra Señora de la Asunción de Arequipa. Visitamos el convento de Santa Catalina. Nos dedicamos a tareas varias. Y esperamos el día de mañana para emprender el dudoso viaje hacia el Cuzco - que no se puede emprender sino temprano de madrugada.

Para ver un convento como uno nunca se lo imaginaría, para enterarse de un tipo de vida monacal como uno nunca se la imaginaría, el único convento de la Tierra es el de Santa Catalina, aquí, en Arequipa.

De afuera, los gruesos y altos muros que rodean sus dos hectáreas se parecen más a una fortaleza que a un convento, lo que todavía se podría entender: si uno se quiere cortar del mundo secular, es una manera de hacerlo; pero la sorpresa está adentro: nada de estructura rectilínea, simple, funcional; todo es un conglomerado heteróclito de aposentos individuales, cada aposento diferente de los demás - si bien todos, también de gruesos muros, y bóvedas de piedra volcánica - a lo largo de caprichosas callejuelas angostas; pareciendo el conjunto tomado de una ilustración de cuentos de hadas.



Una callejuela en el Convento de Santa Catalina

Y ¿por qué esta diversidad, estos aposentos, algunos más grandes, otros más pequeños, algunos con su patio, otros con su jardincito, algunos con una cocina grande, con horno de barro, hasta dos tales hornos en una cocina, según vimos, otros con un simple fogón, algunos con dependencias de trabajo doméstico más grandes, y otros con dependencias más chicas? Porque cada monja, al ingresar al convento, se hacía construir su propio aposento particular para una vida, no comunitaria como se podría esperar en un convento, sino bien particular.

No es extraño, por lo tanto, que haya pocos lugares comunitarios; salvo una gran cocina para las grandes festividades, y su correspondiente gran comedor, con un púlpito para la lectura de la biblia durante los alimentos, y salvo una sala de reuniones; y el cementerio.

En la sala de reuniones, vimos una representación de la Ultima Cena con personajes y una mesa de tamaño natural.

Sí, pero ¿cómo podían unas simples monjas hacerse construir sus propios aposentos a gusto? Es que no eran monjas como uno se imagina monjas. La primera condición para entrar al convento era provenir de una familia rica, muy rica. Convendría aclarar que cada monja tenía su sirvienta, y algunas hasta tenían dos sirvientas; y que, dentro de cada aposento, cada sirvienta tenía su propio cuarto.  Así que, más que convento, era un hotel de lujo.