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Amaneció bajo una tormenta con todos los ingredientes del caso: relámpagos, truenos, lluvia, y con un ingrediente no del caso, grandes masas de nubes formándose en las profundidades de los valles debajo de nosotros, y trepando por las laderas, envolviéndonos repetidas veces en una falta de visibilidad total.

Momentos de ansiedad, con la incertidumbre en cuanto a qué tipo de camino, o falta de camino, se nos estaba mojando adelante, y con la certidumbre del desvío del día anterior volviéndose una cadena de corrientes y charcos de barro impasables. ¿Estaríamos clavados ahí hasta quién sabe cuándo? Hablando con la gente, o sea por lo menos ocho personas diferentes para tratar de sacar una información fiable por el juego de las probabilidades de las altas cifras, nos enteramos de que no se trataba de un principio de temporada de lluvias, sino de la habitual tormenta matutina que pronto amainaría.

Eventualmente, esta información resultó cierta; así pasó.  Empezamos a viajar.

<♦♦>  Y también, sin saberlo todavía entonces, empezamos nuestra experiencia número dos de estos últimos tres días.

El tipo de camino que encontramos ese segundo día no se puede describir por medio de calificativos, porque siempre se puede pensar que se trata de una opinión subjetiva.  Así que hay que ir a lo concreto e indiscutible.

Lo indiscutible es que, en las 10 horas, de 8 a 18, de arduo y agotador manejar de ese segundo día, recorrimos la distancia de ... 150 kilómetros; sí, 10 horas, parando solamente para una que otra fotografía, a la velocidad máxima posible de 15 kilómetros en cada hora.  Hora, tras hora.  Increíble. Con el ojo pegado, cada instante, en cada medio metro del camino, si se le puede llamar camino.  Apenas si nos dimos cuenta de que - al contrario de la topografía hacia Cajamarca, que nos había llevado siempre cuesta arriba hacia altitudes bastante elevadas - por este lado, viajamos más bien de la manera más convencional, deslizándonos por las sinuosidades de un valle, más bien un cañón, a lo largo de un río torrentoso.

Después del desierto, el primer asomo de vegetación fue la ya conocida franja de cultivos estrechamente ligada a una corriente de agua. Vimos bananos, caña de azúcar, y cultivos de arroz en graderías con agua pasando de un escalón al escalón inferior, por muchos escalones.

Después del pueblo de Pucará, apareció un poco más de verdor natural, expandiéndose incluso por las laderas de los cerros. Pero, como quedaban también grandes farallones a descubierto, pudimos admirar las novedosas combinaciones de varios verdes vegetales con los varios colores de las rocas - se entiende que con, por lo menos, un ojo siempre en las escabrosidades delante de las ruedas.