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Pero a los cinco minutos de brincar, tuvimos nuevamente dudas; nos paramos un momento para reflexionar; pasó un motociclista; lo paramos para preguntarle a él también cuánto tardaríamos para llegar a la mina; es difícil expresar en palabras el estupor de escucharle decir que no, que la mina estaba cerrada, que había cerrado un par de días atrás y que quedaría cerrada quizás un par de meses; es difícil expresar la impresión de haberse aguantado semejante viaje, para venir, y de tener por delante el mismito viaje, para volver, para encontrarse con lo menos pensado en todo este mundo; le preguntamos al hombre, una última vez, si estaba seguro, y él nos contestó, con la convicción de quien sabe, que cómo no lo iba a saber si él vivía ahí.



La quebrada de los esmeralderos desde arriba

Ya que teníamos el permiso expreso y escrito de la gerencia para visitar la mina, ante semejante revelación y duda, no tuvimos más dudas y arrancamos para la mina, para sacarnos de la duda. Curva a curva, brinco a brinco, y preguntando a alma viva que encontrábamos - porque alguien nos había dicho que la entrada a la mina tenía un cartel y otro nos había dicho que no tenía cartel - nos fuimos acercando ... esperábamos que nos íbamos acercando.

Cruzamos un par de hombres, con la cara negra de suciedad, y, cada uno, con una pala casi tan larga como ellos mismos; encontramos otro tal grupo; y otros grupos, cada vez más nutridos, cada hombre con su cara sucia de negrura y su pala tan larga como él mismo; de repente, Božka vio, desde su lado del coche, en la profundidad de la quebrada que seguía el camino de cornisa, mejor dicho, que el camino de cornisa seguía, un lecho de río, mitad agua negra y mitad grava, espolvoreado de docenas de hombres, cada uno con su pala larga afanándose en la grava y el agua; no hubo necesidad que alguien nos dijera que eran mineros buscando esmeraldas.

Mientras tanto, en el camino, los grupos de hombres con caras negras y palas largas se volvían cada vez más numerosos y nutridos; era eso de las 16 horas, y evidentemente veíamos mineros regresando de su faena.

Ah, pero, de repente, nos encontramos con una visión en la distancia que pareció surgir sin preaviso de otros tiempos, de otros lugares enfebrecidos, un gran rancherío estirado sobre centenares de metros a ambos lados de nuestra huella, y centenares, quizás miles, de caras sucias con sus largas palas, una visión salida de una de las películas pintando el famoso fenómeno de la fiebre del oro en tiempos ya idos.

Seguimos avanzando - no sabiendo si avanzar pero tampoco sabiendo si parar, hasta que, como quien se encuentra, por su propia indecisión e inacción, cercado por la marea entrante, nos encontramos cercados por centenares de caracteres con caras sucias y palas largas, de calibre no conocido pero no muy reconfortante, como individuos - y aún menos como grupo; y hay que representarse estas palas largas volviéndose, en nuestra imaginación, armas de destrucción cada vez más irresistibles en función directa de su densidad y cantidad.