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Parece que la moneda de Panamá se llama balboa, pero de balboa todavía no vimos ni uno; en la aduana, pagamos unos derechos con dólares y nos dieron cambio en dólares; compramos nafta; ésta se vende por galón, no por litro, y ¿cómo la pagamos? con dólares y nos dieron cambio en dólares. Quizás, algún día, tendremos la suerte de ver algún pequeño balboa.

Esta provincia de Chiriquí parece ser la tierra del futuro: hace un rato, vimos un cartel anunciando la futura sede de la Universidad de Chiriquí; en otro momento, un cartel anunciando el futuro cuartel de bomberos de cierto pueblo; y ahora, un cartel anunciando una futura fábrica.

Bajo un fuertísimo chaparrón, llegamos al pueblo de San Francisco y su iglesia; y debajo del diluvio, vamos a correr del coche al interior del templo, que, felizmente, se ve abierto.

Bueno, sí, tiene nueve altares, pero no es la cantidad de altares lo importante; un dato adicional es que tiene nueve altares para solamente siete hileras de bancos para los feligreses, o sea que la cantidad de altares no indica un gran tamaño; al contrario; se trata de una iglesia comparativamente pequeña, de la época colonial, del año 1727, con paredes muy toscas construidas con cualquier material que se podía encontrar a medida que se construía - a veces, piedras de un tipo, a veces, ladrillos de un tipo, a veces, piedras de otro tipo, a veces, ladrillos de otro tipo, una construcción no según deseos sino según posibilidades.

O sea, el interés de esta iglesia de San Francisco no estriba en un tamaño grande sino, al contrario, en su intimidad interna, con los nueve altares tocándose casi unos a los otros, y llenando una gran proporción del espacio interior - y más notable que la intimidad, especialmente considerando la tosquedad de las paredes, es el trabajo artístico de dichos nueve altares, así como del púlpito, así como de otros objetos, como ser, muy especialmente, dos candelabros, todo esculpido en madera, en un estilo con toda la sinceridad de lo popular, y pintado de varios colores.

En resumen, arriesgamos los 18 kilómetros de desvío por la duda y sin muchas ilusiones, pero ahora vemos que valió la pena.

Próxima meta, por otro desvío desde la ruta principal, el pueblo de Ocú, del cual tenemos la información de que es colonial, donde muchos habitantes todavía visten indumentaria tradicional.

Otra influencia vespucciana a la vista; vimos ya varios carteles de velocidad en la carretera, con la cifra acompañada de las palabras, castellana e inglesa, velocidad - speed; de manera, por colmo, que no se sabe si la velocidad indicada se entiende en kilómetros o en millas.

El desvío a Ocú fue una pura y simple pérdida de tiempo, esfuerzo y nafta; no hay aquí nada en lo más mínimo que pueda justificar, ni remotamente, la información que teníamos.