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Está clareando; empezamos a ver alrededor de nosotros dónde dormimos; la topografía está sumamente quebrada; hay un pueblo allí abajo en la profundidad de una quebrada abrupta; a la orilla del camino, hay pequeños montículos cónicos de color rojo anaranjado, deben de ser mujeres mayas envueltas en sus mantas, en cuclillas, esperando algo; recién vino a instalarse cerca de nosotros una mujer maya con una manta a rayas y todo un cargamento de mercancías desde pancitos dulces a jarrones de cerámica.

Ah, pero momentito, aquellos conos de rojo anaranjado no son mujeres mayas en sus mantas, son hombres en sus ponchitos. Por la mujer que está cerca de nosotros, nos enteramos de que este color anaranjado es el distintivo del pueblo de Vinacantán.

Observando el hormigueo humano, nos damos cuenta de que, mientras el uniforme de los hombres es dicho poncho anaranjado, las mujeres llevan como uniforme una manta de color ya sea azul claro o verde claro, con un reborde del mismo color que los ponchos de los hombres.

Echamos a andar hacia Zinacantán.

Hay más Mayas a lo largo de la carretera; en grupos muy pintorescos, ciertamente más atractivos que los trajes de los distinguidos señores de las oficinas en las ciudades. Los muchachitos son una copia miniatura de sus padres, y las niñas, una copia miniatura de las madres, todos igualitos unos a los otros.

Pasamos una hilera de mujeres y de niños llevando cada uno en la espalda una carga bastante pesada de leña mediante una faja apoyada en la frente; realmente parecen como bestias de carga, pero a lo mejor es más práctico que llevar cargas de otra manera.

Recién nos detuvimos cerca de una escuela rural justo en el momento de entrada de los niños y de las niñas; todos y todas vestidos del ineludible uniforme de la zona; las niñas, como las mujeres, descalzas, los muchachos, como los hombres, con sandalias; así se aprende desde pequeñito.

Eran todos tan primorosos que quisimos sacar una fotografía - no directamente, se entiende, sino con nuestro lente a 90 grados.

Ni empezó el fotógrafo de la Expedición a apuntar la cámara - por lo tanto, a 90 grados fuera de los niños - que éstos dispararon como liebres, tomados de pánico, a esconderse detrás de cualquier cosa alcanzable rápido, para, luego, ir asomando sus narices, una tras la otra, mirándonos con curiosidad y pavor.

Ahora apareció un maestro que vio nuestro rótulo "Argentina" porque, según nos dijo, él es nieto de Argentino. De él aprendimos que, efectivamente, el terror que causa nuestra cámara fotográfica se debe a que todavía creen los paraborígenes que, al tomarles una fotografía, se les roba el alma.