Un cementerio es un lugar donde los muertos están realmente en paz, cada uno con su pequeño pedacito de tierra madre en la larga tranquilidad del subsuelo, y donde los vivientes vienen a manifestar sus sentimientos post-mortem, cuidando la pulcritud de los sepulcros, trayendo flores o cultivando, para el difunto, flores, hasta arbustos, si las circunstancias lo permiten.
En contraste, la única descripción que se impone para lo que vimos en este mundo de los muertos de Tulcán es la de basural humano, con los centenares de féretros apilados unos al lado, y encima, de los otros, como una mercadería lista para despachar, sin lugar para una flor, sin lugar para expresión creativa de sentimiento, sin posibilidad de comunión íntima entre el viviente y el muerto, frente a una sola tumba; es como para tener miedo de morir, no por la muerta misma, no por los posibles tormentos de fuego de allende la tumba, no por las incógnitas de alguna posible reincarnación u otra posible transmutación en un mundo desconocido, sino por la perspectiva de esta última indignidad de ser amontonado en un basural sin intimidad, sin tranquilidad, sin personalidad, peor todavía que el mundo de los vivientes.
¿Dónde está el respeto, el amor, el ceremonial, de los entierros indígenas antiguos, de las guacas tranquilas, profundas, bien elaboradas, provistas de ofrendas, de cerámica, de oro, de comida, de toda clase de objetos, según los varios lugares a lo largo y a lo ancho de la América de antaño, cuando no se despojaba los muertos de su último anillo de oro, de su última posesión antes de botarlos a podrirse.
Después de Tulcán, la carretera sigue subiendo; altitud, 3.250 metros.
A poco andar, se bajó el telón de la oscuridad y paramos; según nuestra antigua costumbre, en el primer lugar más o menos adecuado, sin preocuparnos de asaltos y de estaciones de policía; esta vez, da la casualidad, a la salida de una aldeíta, quizás una buena transición liberadora de nuestro condicionamiento sufrido en Colombia. Es donde estamos.
El cielo está despejado, circunstancia muy infrecuente desde que llegamos a Bogotá. Entre las muchas constelaciones, se destaca una, bella en su simplicidad, que ya notamos en un par de oportunidades anteriores, que no nos atrevíamos a aceptar como la Cruz del Sur porque nos parecía imposible que se pudiera verla desde latitudes septentrionales, pero que ahora tenemos que aceptar, y sin recelos, como siendo la Cruz del Sur.
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Esta mañana, nos levantamos con la oscuridad todavía total.