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En cuanto a nosotros, Zalamea fue un lugar de 60 segundos (una eternidad) de constrictiva angustia, y fue a un medio-pelo de haber sido un lugar de desastre. Nos habíamos metido por sus callejuelas, con espacios apenas suficientes para pasar, y esquinas apenas suficientes para doblar, hasta que una esquina fue insuficiente para doblar. Hubo que retroceder, con la esperanza de regresar en marcha atrás por la calle por la cual nos habíamos metido en el embudo. Pero en vez de lograrlo, topamos con la pared de atrás. De manera que no podíamos movernos, ni para adelante, ni para atrás, sin topar con una pared. Y mientras tanto, el flanco izquierdo del vehículo se había acercado a un pelo de la arista de una de las casas - una situación espeluznante. El embudo se había convertido en trampa. Imaginarse las dos puertas del flanco más que raspadas, desgarradas. Más fácil para arreglar, y más barato, parecía rebajar la arista de la casa a martillazos. Pero, eventualmente, no sabemos qué hicimos, por algo que pareció un milagro, pelito por pelito despegamos el flanco de la arista, que era lo vital, y logramos doblar la esquina.  Verdadera angustia fue.

Después de esta espectacularidad cromática, sin perder un kilómetro, otra espectacularidad. Cada una y todas las laderas a la vista, surcadas horizontalmente, de pie a cima, por escalonamientos como andenes de cultivo. Kilómetros de andenes, sobre kilómetros cuadrados de topografía serrana bien arrugada. Se habla con admiración, hasta con un matiz de reverencia, de los andenes de cultivo incaicos; pero, sin quitarles nada a aquéllos, y aun tomando en cuenta la tremenda diferencia de herramientas, y sus posibilidades, entre las manuales incaicas y las motorizadas de hoy en día, estos andenes, aquí, se merecen su propia dosis de admiración, si no por otra cosa, por la paciencia y el aguante de arrastrarse con una pesada y bultosa y ruidosa y trepidante e inestable movedora de tierra por cada metro de kilómetros de laderas serranas. Los Aimaraes y Jrechuas, por lo menos, lo tenían todo silencioso y apacible, si bien, indudablemente, duro a su manera.

Zona de El Castillo de Las Guardas y Aznalcóllar.

En este ambiente vamos a pernoctar.

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Esta mañana, paradita final antes de Sevilla.

Castilleja de la Cuesta - a no confundir con otra Castilleja, cercana. Aquí murió Hernán Cortés, del cual tuvimos bastante que ocuparnos en México; siguiendo físicamente cada vuelta de su derrotero desde la Villa Rica de la Vera Cruz, que él fundara y así nombrara en la costa - y al nombre de la cual nosotros agregamos "y de la Vera Astucia", haciéndolo, pues, Villa Rica de la Vera Cruz y de la Vera Astucia - siguiendo físicamente su derrotero hasta Tenochtitlán; y, luego, medio mental-, medio emocionalmente, las muchas etapas en su destrucción de la capital azteca.