orilla del mundo y de ahí caer en la nada. Además, Colón era un forastero. Fueron los hermanos Pinçón, como se escribía entonces, quienes lograron convencer suficiente cantidad de marineros suficientemente atrevidos; empezando con un tercer hermano Pinçón/Pinzón, Francisco Martín.
Fue en la plaza frente a la iglesia San Jorge Mártir que se anotaron los 89 ó 90 voluntarios recalcitrantes.
Sería empobrecer la circunstancia, y sí mismo, limitarse a la estadística - si bien ésta también tiene interés - de cuántos fueron.
Hay que sentir el contexto, la conmoción humana en centenares de, madres, padres, novias, esposas, hijos, viendo sus, hijos, novios, esposos, padres, arriesgarse hacia, y probablemente hasta, el propio reborde del mundo - reborde, para muchas mentes de aquella época, no una manera de hablar sino una realidad física en la cual había el peligro físico de caer en la nada - sin contar todos los monstruos marinos y las inevitables tempestades. Toda una levadura emocional.
Hay que dar vida real a la posterior angustia de esos centenares de familiares cercanos y de esos millares de familiares más distantes, y de amigos, durante las semanas, los meses, la eternidad, cuando los expedicionarios, ellos, por lo menos sabían que están en vida, pero los famliares, amigos, conocidos, nada sabían.
No era una conmoción humana individual multiplicada por millares, era una conmoción humana colectiva de todo un pueblo.
Y no podían no pensar en la nueva conmoción, la nueva levadura de emociones, en el instante del regreso: quién volvería, quién no volvería; no podían no pensar en la vertiginosa posibilidad de falta de regreso, pero esta idea no se podía permitir.
Estadísticas son una cosa. Realidades humanas son otra.
Muy bien. Pero Colón había solicitado tres barcos de los Reyes, y había recibido solamente dos, probablemente porque dos barcos eran el castigo justo, y tres barcos hubiesen sido un castigo injusto, para las fechorías de contrabando y piratería de los Palermos - y por qué no Palenses?
Felizmente para Colón, en la efervescencia de todo lo demás, apareció y se asoció voluntariamente un cosmógrafo reputado y, por añadidura, dueño de una nao, o carraca, o galeón, una embarcación mayor, para bien o para mal, que una carabela - y con un castillo en popa, que las carabelas no tenían; castillo que, de inmediato, se volvió el puesto de mando de Colón. El cosmógrafo-dueño-de-barco providencial, Juan de la Cosa; un nombre bastante anónimo si se permite semejante incongruencia, pero que se encuentra no infrecuentemente en los escritos de, o referencias a, aquella época. La nao, la Santa María.