español english français česky

Nos preguntamos cómo estaba el puerto en sus días. Hoy, es notable la altura de los muelles. Con la marea ida, hay que mirar bien hacia abajo; los barquitos están como en un pequeño cañón, y hasta los remolinos de gaviotas se los ve desde arriba. También, en las marcas dejadas por los niveles del agua, hay una tangibilidad de grandes mareas mucho más palpable que en la bahía de Fundy con sus mareas estadísticamente fenomenales y únicas.

Nos preguntamos cómo estaba la costa en sus días. Hoy, es notable por el contraste entre la playa y los acantilados, y por cómo está la playa, y por cómo están los acantilados. La playa, como nunca vimos, es de canto rodado inamistoso, en una capa cuyo espesor desconocemos pero que parece insondable por la manera cómo las piedras individuales se deslizan, ruedan, se esquivan, se escurren, debajo de los pies; un purgatorio para amantes-del-mar cargados de algún pecado; y, con pies descalzos, seguramente un infierno. Los acantilados, no son moles de color indefinido cuya sola característica sería su masa, sino acantilados que hablan - a través de la infinidad de las capas sedimentarias que los forman - de millones de años de paciente, imperceptible, implacable, acumulación de material geogénico; y hablan, más ampliamente, del permanente devenir de la corteza del planeta Tierra.

Aquí, en Dieppe, pues, estuvo esperando su oportunidad - después de nuestro primer proto-Italiano, Giovanni Caboto, en Bristol - nuestro segundo proto-Italiano a las órdenes de un rey extranjero por falta de posibilidades en su Mediterráneo natal; y, más tarde, estuvo escribiendo al rey el relato de sus observaciones en los varios puntos de la costa vespucciana que nos acordamos haber rememorado en cada lugar respectivamente.

Empero, cuando su oportunidad le llegó, no le resultó tan fácil y fructífera como, por una parte, podría sugerir la apacible y académica guirnalda de topónimos, halagüeños para la vanidad de François/Francisco I, tendida por él entre la Florida y Nova Scotia, y como, por otra parte, podría aparentemente merecer su contribución de haber puesto en los mapas de América de su época y de años siguientes el mar oriental de China y Japón, mejor dicho su mar oriental de China y Japón, visible desde el propio océano Atlántico, detrás de un tenue istmo - aquella lengua de tierra que nosotros mismos recorrimos de sur a norte, viendo el Atlántico a nuestra derecha y el "mar de Catay y Cipango" a nuestra izquierda.

Para empezar, tuvo que haber dos viajes, no solamente el viaje de 1524.

Ya en 1523, Dieppe había visto zarpar, hacia el poniente, una flotilla de cuatro barcos al mando de Giovanni Verrazano, bajo los auspicios del rey François I - costeada no por el rey, el astuto, sino por mercaderes del puerto de Rouen, y, más sorprendentemente, por mercaderes de la ciudad bien mediterránea de Lyon, y, aún más sorprendentemente, por banqueros ... florentinos. Resultado de este, primer, viaje: dos navíos naufragados en tempestad, y dos, maltrechos, apenas si regresan, con la mala nueva.