San Salvador, como ciudad, nada. Tiene sus avenidas, pero, pura utilidad; un par de estatuas, más por obligación que por convicción artística; nada de fuentes. Así, probablemente por los terremotos pasados y futuros. De lo colonial, nada queda - por los terremotos, en particular el de 1854; y, en lo contemporáneo, para qué ponerse en gastos ostentativos y esperar el próximo inevitable sismo. El último sismo de importancia fue, hace dos años, y todavía se ve edificios resquebrajados. Sin embargo, hay mucha edificación utilitaria nueva en marcha. No se sabe si criticar, admirar o compadecer, la inversión de dinero y esfuerzo en levantar edificios nuevamente en un terreno que se sabe que volverá a temblar.
En el centro de la ciudad y en las arterias, otro caso de la tan frecuente, insensata, mezcla destructora de salud, de contaminación por escapes y rugidos de motores, propinada por los transportes públicos con la criminal tolerancia de las autoridades. Con frecuencia, la densidad de los gases alcanza el estado de una auténtica cámara de gas cerrada con hasta cuatro o cinco bombas gasígenas (entiéndase vehículos de transporte público) inyectando espesos gases sin salvación ni merced; igual a lo peor del México de nuestro primer contacto con ese país. Con frecuencia, aminoramos o detenemos la marcha para dejar alejarse autobuses especialmente letales, pero, en general, de poco sirve porque, de atrás, vienen otros tan terribles.
Una tarde, cuando nos movíamos por los arrabales pobres del este de la ciudad, con la consiguiente gran cantidad de colectivos, los gases eran tan densos que se nos ocurrió, en frívolo chiste, que hay algo bueno en lo malo: que, el día cuando el volcán a la puerta de la ciudad empiece a echar humo, nadie se dará cuenta, creyendo que es la contaminación de siempre.
Mayoría de las calles, sin nomenclatura; y ni se puede ver al instante, automáticamente, si una calle la tiene o no la tiene porque el nombre, a veces, está en un rótulo a la altura habitual, a veces, está pintado a nivel del suelo, en la acera - y visible sólo cuando no hay tráfico, vale decir por milagro - y a veces, las más de las veces, no existe. Y la mayoría de la gente no sabe dónde está parada.
Ya tendríamos que estar acostumbrados, no es la primera vez que encontramos semejante desgracia, pero no hay manera de acostumbrarse a estar insolucionablemente perdido, y a tener que avanzar, sin saber a dónde se va, como única esperanza de encontrar un indicio por dónde empezar nuevamente.
Y las direcciones no son para facilitar las cosas. Ejemplos, no brotados del pintoresco e ineficiente uso popular sino oficialmente asentados en la guía telefónica o en el mapa:
"Final 5 ave N. calle col. Universitaria N. Mexicanos",
"300 metros sobre antiguo camino a San Antonio Abad Col. Miramonte",
"Tercera/séptima calle".