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Hoy, sí, tuvimos el tiempo de rellenar la pulpería; pero siempre es una pequeña mayor empresa: encontrar qué hay dónde - ningún mercado tiene todo lo que se necesita, ningún mercado tiene siempre lo mismo, algunos nada tienen - y luego, lo que siempre lleva un tiempo descomunal, almacenar la mayor cantidad de provisiones en el reducido lugar disponible (incluso agua "purificada" - nos preguntamos qué clase de purificación es).

Y hoy, sí, encontramos por dónde vencer el collar de cemento que ahoga el mar.

Indudablemente, si uno logra olvidar el collar de cemento, el mar es espléndido, pasando por toda una paleta cromática, desde turquesa claro a azul noche; e indudablemente, si uno se olvida del collar de cemento, la playa es espléndida, de arena fina y blanca como talco - un encanto, pero solamente mientras se mire, porque apenas se intenta mayor intimidad, como caminar o acostarse en la arena, el idilio cambia drásticamente, y se llega de inmediato a añorar arenas más granuladas que, cuando uno les dice basta, lo entienden y se despegan: esta arena se pega como harina, y no hay manera de deshacerse de ella; quien se acostó en ella y se levanta, más parece una milanesa o un pastel en fabricación que un veraneante.

Indudablemente también, un instinto de los aficionados a playas obviamente no conoce límite de latitudes o razas: el instinto de construir castillos de arena; salvo que aquí, en vez de torres, baluartes, fosas, se ve pirámides, de las verdaderas, sin escalonamientos tipo zigurat - probablemente por ser de más fácil moldeado; con decoraciones de serpientes grácilmente ondulando por sus costados.

Por otra parte, tenemos que corregir una terrible iniquidad nuestra en contra de la radiodifusión local; dimos con un programa de música clásica; de duración desconocida porque lo sintonizamos en sus últimos veinte minutos; pero con la promesa de volver al aire "en un par de días".

Por otra parte más, descubrimos que el nombre Cancún ni siquiera es el nombre original de este exprimidor de turistas: así como ocurre con tantas estrellas famosas que esconden el prosaismo de su nombre de nacimiento detrás del resplandor de un pseudónimo bien acuñado, bien sonante, bien pronunciable, bien recordable, así, a esta isla (cuando lo era, porque ya no lo es) desierta (cuando lo era, porque ya no lo es) le pareció vergonzoso e ineficiente un nombre tan chueco como Cancuén, y, por la magia de una sola letra, lo cambió a resonante, orgulloso, conquistador, Cancún.