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La primera vez, agregamos en la agencia de nuestra marca en Tampico, a donde fuimos, más que a una estación de engrase, para tener mayor seguridad de que no nos irían a poner aceite viejo o deficiente. El mecánico no supo encontrar el tapón de llenado; se fijó en la parte trasera, donde los tapones mexicanos están habitualmente, y, al no encontrarlo ahí, se sintió perdido, decidió que no se podía agregar aceite ya que no había tapón. Cuando dijimos, con exasperación "cómo que no hay tapón", él nos preguntó dónde; tuvimos el impulso de jugar un jueguito y decirle que busque todo alrededor; pero para qué; la cosa era demasiado idiota.

La segunda vez, agregamos en un mugriento puesto anónimo. Tuvimos que sufrir, viendo cómo se abría el tapón con una llave mal ajustada, arruinando las aristas del tapón. Increíble. Y nos quiso cobrar, el estafador, dos litros de aceite, cuando la capacidad total del diferencial es de dos litros, y el diferencial estaba todavía a medias lleno.

Para peor, hoy, el asfalto estaba tan desintegrado que, por el ruido del andar, era imposible ir verificando el diferencial por oído.

El cuarto trasero derecho del vehículo está enchastrado de aceite por debajo y por fuera.

Qué vacío y penoso es viajar tales distancias, por rutas tan malas, sin metas intermedias para justificarlo, sin nada que digerir de los últimos kilómetros, sin nada que anticipar en los próximos. Cómo compadecemos a los turistas que vemos, vrrrm, vrrrm, correr (en esta ruta principal - en nuestros caminos segundarios, no hay turistas) hacia algún espejismo distante sin interesarse por dónde viajan; probablemente Acapulco, Cancún, Chichén-Itzá, u otro sitio aprobado; en alguna oportunidad, averiguaremos.

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Otro día.  Otro relleno de aceite, para los 110 kilómetros restantes.

Gracias a Dios, llegamos por medios propios.  Mañana, se hará los arreglos.  En Matamoros.

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Segundo día más tarde.

Listo.  Con la tranquilidad de no haber dejado algo en la duda.