Ahora sabemos. Allá arriba, hay un sitio arqueológico inesperado porque inimaginable, porque in-parecido a cualquier cosa habitual. No es algún vestigio de Quiahuiztlán, es una congregación de zigurates coronados de sus respectivos oratorios, muy notables por su cantidad y su tamaño; más de dos docenas de zigurates-oratorios de sólida mampostería, incluso los techos; y de una altura, incluyendo zigurat y oratorio, no mayor de ... 1,50 metro - muchos, bien menores; el cementerio de Quiahuiztlán, en sorprendente estado de conservación. Cada ziguratito y su templete, una tumba.
El tamaño, lo indican las ramas del árbol a la derecha en el fondo
Es una sobrecogedora sorpresa, encontrarse, de repente, frente a frente con ese enanismo múltiple, sin embargo perfectamente detallado: las plataformas, sus escalinatas, todo, para muñecas; los oratorios, no alguna imitación externa, maciza por dentro, sino oratorios "de verdad", con vano de ingreso bien proporcionado dando acceso a un interior para muñecas hueco. Un cementerio de cuentos de hadas, si cuentos de hadas tuviesen cementerios.
El cementerio totonaca de Quiahuiztlán está celosamente protegido, por una subida, empinada, escarpada, retorcida, más apta para cabras que para cualquier otro ser viviente; también por plantas de espinas, curvas, afiladas, enganchantes, implacables como anzuelos y cornamentas; y también por serpientes - hallamos una piel de muda colgando en uno de los templetes.
Desde allá arriba, los Totonacas tenían una magnífica vista, de la costa, de la bahía y del mar afuera; y debía de ser para ellos un espectáculo aterrador y algo sobrenatural las idas y venidas de las carabelas y de los caballos de Cortés.
Ah, sí, Cortés. A ver su sitio, si lo podemos ubicar.
Sí, aquí debe de ser; con hilos, estacas, excavaciones, de arqueólogos - de algo nos sirve nuestra experiencia de Ecuador.
En carrera contra el Sol poniente, a punto de ser cubierto por cerros ya negros de este lado, detectamos, entre la maleza, el brocal de un pozo y fundaciones de varias habitaciones comunicando entre sí, que, por su extensión y solidez, podrían ser el núcleo fortificado del asentamiento.
Nos imaginamos Hernán Cortés parado aquí, mirando una puesta de Sol idéntica a ésta, viendo en su mente, con mezcla de aprensión y determinación, esta barrera de sierras lúgubremente negras de este lado, y este resplandor por detrás, como símbolos de las ignotas, por lo tanto potencialmente peligrosas, dificultades separándole del espléndido y silencioso monarca atrás.
Lo que habrá visto Cortés
Mañana, veremos si hay más fundaciones; aquí mismo, vamos a pernoctar.
Al quitarnos la ropa para la noche, descubrimos que Quiahuiztlán, en su cresta, allá arriba, tiene incluso otros guardianes celosos: estamos infestados de garrapatas pequeñas y muy chatas.