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Todavía no llegamos completamente a destino pero ya vamos teniendo confirmación de lo acertado de nuestras sospechas. A algo de 5 kilómetros de la entrada a la primera isla, vimos recién un gran cartel, provisto además de banderas rojas para visibilidad garantida a toda prueba, dando aviso de que todos los estacionamientos de las playas de la isla están totalmente colmados y de que está prohibido por ley estacionar en las calles, o sea que ni siquiera hay manera de detenerse por cualquier razón que sea. Entonces ¿para qué queremos ir?  No vamos, pues.

Sí, vamos. Además, habrá que pagar un derecho de entrada a la isla, pero es una mezcla de curiosidad y deber.

Ya está. Recorrimos todo el largo de la isla de Sanibel - originalmente, Santa Isabel - y de la isla de Captiva, formando ambas, en realidad, con otras islas, el mismo tipo de contracosta ya mencionado del lado atlántico de Florida; incluso conseguimos estacionarnos, aunque haya sido medio de contrabando, para ver de cerca unas playas; y nos sentimos plenamente contentos de haber venido porque, por el tiempo, el esfuerzo y el derecho de entrada, ahora sabemos que nuestras aprensiones estaban muy totalmente justificadas.

Quizás hubo tiempos cuando estas dos islas eran un paraíso, y un paraíso de conchas, pero, ahora, son islas de desastre; tantas instalaciones para turistas, y tantas mansiones escondidas en jardines misteriosamente tupidos para residentes adinerados, que los turistas comunes apenas si tienen dónde moverse.  En las playas, es todo pura carne, carne humana, se entiende.

¿Y las conchas? Pues, las hay, por centenares de toneladas; todas las playas están hechas de sedimentos de conchitas trituradas, molidas, por las aguas y los siglos. De este punto de vista, es innegable que estas islas son muy conchíferas - pero no es lo que nosotros entendíamos por aquello de paraíso de conchas.

Hablamos con una experta en conchas, de la zona.

Nos enteramos de que, básicamente, el mar de la zona sí alberga muchas conchas - y de las grandes y hermosas - pero que ahora, con tanto gentío, se volvieron más raras que pepitas de oro, especialmente por la cantidad de gente que se aviva y, en vez de esperar que las traiga el mar, van a bucear y las recogen del fondo del mar antes de que puedan llegar a la playa. Es sólo en los casos excepcionales de grandes mareas o de tormentas que se puede encontrar alguna concha en la playa, antes de que amanezca. No es lo que nosotros entendíamos por paraíso de conchas.

Además, viendo el gentío en las playas, en cierta manera nos alegramos de que no aparezca ninguna concha atractiva porque, con toda seguridad, habría sangre derramada en la batalla para quién la agarraría. Nosotros, por lo menos, nos podemos refugiar en las memorias de la Patagonia, del Altiplano, y otros lugares donde todavía queda aire para respirar.