A cancelar el vuelo; a recorrer, otra vez, en taxi, los 40 kilómetros entre el aeropuerto y la ciudad, más exactamente, directamente al puerto (menos mal que descubrimos que la tarifa es la mitad de lo que se cobra a los incautos forasteros).
En el puerto. A abrir el contenedor. A rescatar las placas. Menos mal que, antes de entrar el coche en el contenedor, ya las habíamos desprendido, y puesto dentro del vehículo - nadie nos las había reclamado, entonces por qué no guardarlas - si no, se tendría que haber buscado una rampa, sacado las cuñas de madera, sacado el vehículo fuera del contenedor para alcanzar la placa de adelante, y haber hecho otra vez todo ello al revés. A cerrar el contenedor; a ponerle otro precinto; a entregar las placas - contra recibo en debida forma. A correr a la naviera para un nuevo juego de conocimientos de embarque con el nuevo número de precinto.
Y - ¿qué otra cosa se podía hacer? - al hotel, esperando el lunes, ahora, para el próximo vuelo. Menos mal que llamamos, menos mal que, por pura casualidad, el empleado-de-muelle estaba en la oficina. ¡Qué frágil casualidad, a veces, crea o evita un desastre!
Nos hace pensar en la frágil casualidad del amortiguador que, misericordiosamente, se rompió no durante la epopeya hacia Manaos sino metros antes de emprenderla, y justo donde había el último hombre que sabía, y tenía con qué, hacer una soldadura.
Recién nos enteramos de que el contenedor ya está embarcado. Sólo esperar el lunes.
Cuando íbamos y veníamos entre ciudad y aeropuerto, nos dimos cuenta del porqué de tantos bocinazos: cada vez que la situación de tráfico requiere cautela, en vez de cautela se usa la bocina, y adelante, con la ciega fe en la mágica protección del bocinazo. Hay conductores que usan la bocina permanentemente aunque nada lo justifique, probablemente como una protección mágica preventiva.
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Lunes. Otra vez esperando el avión para Port-au-Prince.
Cuando, hace un rato, recorríamos, otra vez, los 40 kilómetros entre Santo Domingo y el aeropuerto, a lo largo de la costa, con sólo, entre la ruta y el mar, una cortina de cocoteros, otra vez nos interesó mirar un fenómeno acuático, que nunca nos había sido dado ver a pesar de los tantos kilómetros en tantos tipos de costas que ya recorrimos, pero que aquí es parte ordinaria de la orilla marina.
Esta costa forma, a lo largo del agua, no una playa, no un acantilado, sino una pared de pocos metros de altura; en ciertos lugares, dicha pared fue >>>>>>>>