En las innumerables curvas de la ruta - porque la topografía podría ser hermosa - es un ininterrumpido desfile vehicular subiendo, bajando. Esto más se parece al macizo de los Alpes que a la cordillera de los Andes.
1.200 metros, y bajando.
A 50 kilómetros de la ciudad de Mérida, y a sólo 500 metros de altitud, de repente, no más vegetación. Una Cordillera totalmente pelada, con, en compensación, una gran variedad de colores minerales en los varios macizos, un poco como ya vimos en varias otras partes de la Cordillera.
Mérida. La ciudad del teleférico más largo y más alto del planeta: 12,8 kilómetros horizontales, algo de 3 kilómetros verticales, una larga hora de subida para culminar a 4.688 metros de altitud - u otra altitud, de acuerdo a nuestro viejo, siempre comprobado, "desconocido margen de error", implícito en cualquier altitud dada. Con cualquier altitud exacta que sea, una grandiosidad, un teleférico titánico colgando de pico en pico, parecería.
Pero, no. No es un teleférico titánico; es una sucesión de cuatro teleféricos comunes, con cambio obligado de góndola cada vez. Y hay que hacer reservas de un día para el otro, o el subsiguiente; por lo tanto, no se sabe qué tiempo hará en el día de la subida - y por lo tanto, es una esperanza que se compra, no una realidad. Y todo el gentío que, apretado en las góndolas, va a admirar la sublime grandeza, pero no la puede admirar porque la destruye por su mera multitudinaria presencia. Ay, las gloriosas inmensidades de Chile, de Bolivia, del Perú, que tuvimos para nosotros solos, con los inconspicuos Aimaraes, Quechuas, y las altivas pintorescas llamas.
En Mérida, hay un parque con una buena idea: la idea de honrar a Simón Bolívar con un repositorio guardando un poco de tierra de cada uno de los países por él libertados.
Tal como la idea fue puesta en práctica, cada país está representado por una lápida, horizontal, con su nombre indicado en letras metálicas, y con un poco de su tierra en un hueco cubierto por una placa de vidrio; con muy poca tierra, casi invisible debajo de las placas de vidrio rotas y sucias. En pocas palabras, más un lúgubre cementerio descuidado que un monumento de glorificación.
Qué excelente oportunidad hubiese sido, colocar las lápidas verticalmente; proveerlas de un receptáculo bajo vidrio, de, digamos, entre 20 y 40 centímetros de costado, si bien de solamente un centímetro de profundidad, para poder exhibir gran cantidad de tierra bajo poco volumen; favoreciendo así, al mismo tiempo, las tapas de vidrio con una posición vertical, mucho más resistente a rotura y suciedad que la posición horizontal; y evitando, el mismo tiempo, la impresión de estar mirando dentro de una tumba como es el caso ahora.