Frecuentes carteles mandan, en esta cinta perfectamente recta de buen asfalto, la estúpida velocidad de 60 kilómetros por hora; y como no podría ser de otra manera, todo el mundo lee la cosa al revés y corre alegremente a 90. Un ómnibus interurbano le agregó, para buena medida, 10/oo más, y está lanzado a alrededor de 100 por hora. Otro caso, como ya vimos tantas veces en tantos países, de una velocidad oficial que, por su propia estupidez inherente, pide ser desoída, y además inculca desobediencia. Seguimos diciendo que la única explicación viable es que algunos tecnócratas vespuccianólatras quisieron tomar el modelo de su ídolo, copiaron los números de los carteles vespuccianos pasándolos a significar kilómetros sin reparar que, en Vespuccia, significan millas, 60/oo más rápido que en kilómetros.
Maturín.
Linda pequeña ciudad aerada, y con su acogedora plaza arbolada como en tantas partes de América hispana, y nunca en América anglosajona.
Lamentablemente, por otra parte, todavía el dominio del salvajismo, del atropello a la ciudadanía - con la inevitable secuela de enfermedades nerviosas, auditivas y quizás psicosomáticas, todo por unos miserables dineros - de altoparlantes, de los altoparlantes sobre ruedas, ensordeciendo a todo el mundo.
En Santo Tomé de Guayana, tuvimos la alegría de sintonizar una radioemisora cultural de Caracas, o por lo menos en cadena con Caracas. Esperábamos que, de entonces en más, siempre podríamos escuchar algo inteligente sin recurrir a las ondas cortas, pero aquí, en Maturín, nada.
Comprado nafta. Mismo jueguito de mezcla instantánea de octanajes, pero, ahora, no tenemos realmente nada que envidiarles a los niños modernos con sus juguetes electrónicos. En estos surtidores, nada ya del antiguado marcador manual; con sólo apretar unos botones mágicos, y ya está: se prende una luz colorada y fluye la mezcla deseada.
Al norte de Maturín y en dirección al mar Caribe, he aquí, frente a nosotros, lo inesperado: sierras, sierras de verdad. Pero ¿por qué extrañarnos? Nuestra próxima meta es una cueva, la cueva del Guácharo, y ¿quién jamás ha visto una cueva en terreno llano?
Sí, penetramos entre las montañas; son montañas muy de verdad, muy arrugadas, muy escarpadas, uniformemente verdes de pie a cima. Incluso, ahora, con un gran lago delineando las formas caprichosas de los valles. Hemos visto mucho de estos panoramas en el pasado, pero ahora, después del Brasil y de la parte atlántica de la Argentina, nos parece pura magia.
La ruta se está poniendo cada vez más retorcida, vertical- y horizontalmente; reapareció el pluviobosque.