cónsul no tomó interés, ni que hubiese sido de vacía cortesía. En pura verdad, se mostró muy rudo desde la primerísima palabra - y con las primeras palabras no tenía otra razón de ser rudo que de serlo por naturaleza. Eventualmente, cuando le hicimos algunas preguntas para tratar de encontrar una salida, hasta se mostró agresivo, diciendo que tenía otras cosas que hacer y que no tenía por qué contestar estas preguntas. Nosotros mismos tuvimos que ponernos más rígidos que lo decoroso para analizar la situación por todos los ángulos. La impase nos hizo pensar en aquel empleado del consulado vespucciano en Quito, creemos que fue, que oponía, a nuestros esfuerzos para solucionar el caso de los documentos vespuccianos que tenían que habernos llegado pero se habían perdido, una total indiferencia y hasta una actitud destructiva negándonos datos razonables que, a él, no le hubiesen costado nada y que, a nosotros, quizás nos hubiesen ayudado a descubrir dónde habían desaparecido los documentos.
De todos modos, estamos pues en el mercado de los consulados venezolanos, esperando encontrar, en camino - si lo encontramos - algún consulado más conveniente, o ¿es que habrá que volver por avión a Buenos Aires a ver nuestro cónsul general de excepción, si todavía está allí, desde Manaus, si allí llegamos?
Ahora, tendremos que ejercitar el arte de disfrutar del presente a pesar de lo grave de la valla venezolana. Por otra parte, también se podría decir "que reviente Venezuela", y empezar a considerar la posibilidad de recorrer el Amazonas desde Manaus hasta Iquitos, y de allí pasar nuevamente por el Perú, Ecuador y Colombia, hacia el norte.
A» En la noche de aquel día del consulado, se desató una tormenta con un salvajismo - en su viento, su lluvia, sus truenos y relámpagos - de huracán aterrador, subyugante, y sin metáforas.
Estábamos estacionados debajo de unos grandes árboles en una calle residencial. Nos pareció imperativo alejarnos de los árboles. En el mismo momento, vimos un árbol delante de nosotros caer bajo los embates y cortar la calle y nuestro camino. Felizmente, entre aquel árbol caído y nuestros árboles, había un espacio más o menos seguro. Más a tientas que con la vista, por la tremenda cortina de agua que tapaba el parabrisas, nos corrimos un poco hacia la salvación.
Al amanecer siguiente, nos esperaba un espectáculo apocalíptico: los árboles de los cuales habíamos huido no se habían caído, pero otro árbol, debajo del cual habíamos contemplado estacionar, se había tumbado con las toneladas de su madera justo y exacto en el lugar donde habíamos pensado estacionar. ¡Qué decisiones intangibles separan a veces una catástrofe de una salvación! Muchos otros árboles obstruían las calles. Postes rotos, cables colgando hacia el suelo. Fue la mayor violencia de la naturaleza que jamás vimos. Unos días más tarde, nos enteramos por la radio de que, en aquella tormenta, se habían tumbado, dentro de Asunción, unos setecientos árboles.