. .
*
▪
Son las siete y media de la mañana. Estamos viajando en circunstancias poco comunes. No es de noche, pero tampoco es de día. Es un ambiente donde el gris prevalece; el cielo está gris, la nieve está gris sin mácula, el aire, si tuviera un color, sería gris. Somos los primeros en transitar por este camino; hoy estamos haciendo la huella nosotros para los que vendrán más tarde, una situación que no ocurre a menudo. Lo único que corta un poco el gris generalizado es la hilera un poco más oscura formada por los bosques de pinos de ambos lados de la carretera; cada uno de los árboles por separado está cubierto de nieve como el árbol de navidad más extravagante jamás inventado en una tarjeta postal o en una vidriera. Son tan únicas estas circunstancias que las estamos captando lo más que podemos.
Hemos llegado a Matagami, el último pueblo antes de la frontera con la tierra prohibida; un pueblo utilitario y, esta mañana, primero de enero, a las ocho y media, también un pueblo muerto. Sin embargo, tendremos que aprovisionarnos de nafta antes de aventurarnos más hacia el norte; habrá que despertar alguno de los muertos.
Lo que hicimos; sacamos el dueño de una de las estaciones de servicio, no sabemos si de la cama, pero por lo menos del calor de su hogar, y vino a abrir la estación de servicio nada más que para vendernos nafta.
Frontera de la tierra prohibida.
Y acabamos de pasar una hora de corrosión psicológica.
Resulta que cuando Karel se presentó en la oficina de la frontera y anunció con toda confianza que nos esperaba una autorización respaldada por nuestro cacique, se encontró con que no había tal autorización; lo que no dejó de ser una sorpresa y, naturalmente, angustiante. Y durante un tiempo la cosa pareció bastante desesperada. Llamamos larga distancia nuestro cacique en Chisasibi; por colmo de males, no estaba. Entonces, por sugerencia del encargado del puesto fronterizo, llamamos a uno de los altos funcionarios de este país-dentro-de-un-país y, deleite de deleites, él pudo de alguna forma arreglarlo todo; y así, gracias a su buena voluntad, terminó una hora bastante negra. Vamos a preguntar a nuestro cacique qué es lo que pasó con la intervención que nos había prometido.
Aun después de conseguida la autorización, la cosa no fue así no más: a más del papelerío y de la documentación, tuvimos que mostrar que teníamos los medios técnicos de enfrentar el viaje hasta la bahía de Hudson; tuvimos que mostrar que teníamos cadenas para las ruedas, cables para remolque, remedios >>>>>>>>