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» Perdieron su barquito, por causa de una tormenta.
» Quedaron atrapados así en la isla; dos meses sin agua y sin comida.
» Un día, encontraron una madera en el mar. 
» Tres días les tardó volver a tierra firme. 
» Por beber demasiado, uno murió. 

                                                                  ■ Quedó uno.

» Lo agarró una tribu que, si bien antropófaga, no lo comió, probablemente >>por demasiado flaco.  Se quedó huésped forzado, probablemente en engorde. 
» Se zafó.
» Caminó hasta Bahia.
» Lo apresaron por entrada ilegal.
» Después de dos años, se escapó.
» Se metió en un barco con rumbo a España.
» En viaje, fueron apresados por buques de guerra ingleses; así volvió a >>Inglaterra.
» Y le ordenaron contarlo todo a la reina.

Otro tema para la mesa de trabajo de Homero.

Durante nuestras idas y venidas y paradas en este reino hoy exclusivo de la industria petrolera, de ovejas y de ñandúes, se pararon varios de los empleados petroleros zigzagueando de instalación en instalación, para charlar con nosotros.

Uno de ellos nos invitó a su casa para ver una colección de puntas de flechas encontradas por él en los vastos conchales dejados a lo largo del mar por los Tehuelches - los paraborígenes que usufructuaban las tierras desde la orilla norte del estrecho de Magallanes por todo lo que hoy se llama Patagonia, hasta quizás el paralelo 40, o sea hasta el gran río trans-patagónico, río Negro; antes de su exterminio por los civilizadores blancos.

Ahí vamos.

Las puntas de flechas resultaron de interés predecible, pero fue el hombre mismo que resultó de interés totalmente impredecible; un hombre cuya compañía sería revigorizante en cualquier parte de la Tierra, y que aquí, en este campamento petrolero de esta franja de estepa barrida por el viento magallánico, resultó ser sorprendente.

La sorpresa comenzó con sólo ingresar al comedor - sala de estar. Más que lo susodicho, parecía una biblioteca, una pinacoteca y una sala de música.

La sorpresa fue en aumento cuando aprendimos que los cuadros, que ya habíamos apreciado a su justo valor - uno de ellos, presentado artística- y aristocráticamente sobre un atril - eran obras de puño y pincel, y a veces de dedos, de nuestro anfitrión. No lo podíamos creer, tuvimos que reconfirmarlo tres o cuatro veces.