También, aquí empiezan nuestros anticipados centenares de kilómetros de ripio.
Este resulta bastante mejor de lo que se podía temer, permitiendo velocidades entre 50 y 70 kilómetros por hora, salvo en lugares con demasiado ripio suelto o demasiado polvo suelto.
No hay ser humano a la vista. No uno solo en los 80 kilómetros ya recorridos; 40 kilómetros ya en la provincia de Santa Cruz.
Este vacío demográfico no tiene por qué sorprender. La Argentina comparte con solamente Canadá en el continente americano, y además con solamente Australia y Botswana si se quiere considerar la totalidad del globo, la bendición de no tener más de un habitante por hectárea cultivable - en contraste con maldiciones de hasta 600/700 habitantes por hectárea cultivable en algunos países; y si se agrega a las hectáreas cultivables estas inmensidades no cultivables, la pregunta, en la Argentina, no es cuántos habitantes por hectárea sino cuántas hectáreas por habitante; y si se considera que la población se amontona en las ciudades, tanto más queda hermosamente vacío el interior; a veces, como aquí, muy vacío. Lo mismo que vimos en Canadá.
El tráfico también debe de ser una rareza; no sólo porque no vimos ninguno hasta ahora, sino, más convincentemente, por la manera que las poquísimas ovejas, a veces un par, a veces hasta una docena, disparan como animales silvestres al detectar nuestra aproximación. Si, en un próximo asado, la gente encuentra la carne un poco dura, será por culpa de nuestro paso.
De vez en cuando, aparece un cartel marcando la entrada a una estancia, pero casco de estancia todavía no vimos ninguno. Un nuevo cartel en una tranquera recién nos dio la explicación; rezaba "Estancia El Bagual a 40 kilómetros". Cuarenta kilómetros entre la entrada y el casco.
Hemos llegado a la latitud sur de las islas maoríes de Nueva Zelanda, vale decir a la latitud desde la cual el continente americano sigue estirándose hacia la Antártica, ahora en total soledad, todo alrededor del globo, más allá de cualquier tierra, continental o insular mayor.
Llegamos al pueblo de Perito Moreno, mejor dicho al oasis de Perito Moreno, que es exactamente lo que es: una mancha de verde lograda a fuerza de riego en medio del desierto. Podríamos seguir todavía un poco más hacia el sur, pero nos parece más confortable pasar la noche en la protección de un rompevientos de álamos plantados y, en verdad, muy bien crecidos, a lo largo de una acequia; en el desierto en descubierto, el coche temblaría toda la noche.
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