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Esta mañana, después de una noche con el más hermoso firmamento imaginable, dominado sin competencia por la imponente Cruz del Sur, amanecimos con cielo tormentoso y llovizna.
Al salir del Parque, tuvimos la reconfirmación de que más que parque es un oasis. Un nombre más correcto sería el Oasis de los Alerces, y más correcto todavía, el Oasis de los Lahuanes o Lahuenes, que es el nombre indígena original de lo que se dio en llamar alerces; y mejor todavía sería el Oasis de los Telelahuenes.
Hemos llegado - ya muy pasada la latitud sur de Australia - a la latitud del cabo austral de Tasmania, penúltima tierra substancial otra que América, insular por colmo, antes de la Antártica; vale decir que llegamos a la latitud desde la cual el continente americano - estirado, ya desde la latitud del cabo de Buena Esperanza, más allá de cualquier masa continental hacia la Antártica - se va a quedar ahora todavía más solitario en esta franja de latitudes alrededor del globo, acercándose más aún hacia la Antártica, con sólo una última isla substancial por compañía.
Horas más tarde, sigue el desierto. No es el tipo absoluto del Perú o de Chile, hay una estepa, pero apenas si sobrevive en esta aridez. En realidad, es la misma impresión que en el altiplano peruano o boliviano, pero sin siquiera la gracia de los 4.000 metros de altitud, de las cholas y de las llamas.
Las ovejas en la estepa
Un tipo de "alti"plano, pero de alta latitud en vez de alta altitud.
Aquí, hay tanta escasez, para no decir ausencia, de población y de tráfico como allá. La topografía es más o menos llana donde pasa la ruta, pero ondulaciones hay siempre a la vista, desde colinas a cerros.
La ruta presenta una alternación - seguramente con muy buen criterio, pero cuya razón nosotros no vemos - de trechos de trazado moderno con pavimento nuevo, y trechos de trazado accidentado al natural con piso idem, como para darnos la oportunidad de apreciar cómo se viajaba en el pasado y cómo se viajará en el futuro por estos desiertos.
Y el viento. Siempre el viento, feroz; no se puede olvidar.
Si viajamos con él, el silencio nos hace recordar que estamos en su misma onda; si viajamos a un ángulo con él, el coche no logra mantenerse en su línea estable recta. Cuando paramos y abrimos la puerta, hay que dominarla con una mano, o hasta fuertemente con las dos, para que el viento no fuerce las bisagras.