Esta mañana, nos despertamos con la amenazante sorpresa de un cielo convulsionadamente nublado, como listo para grandes tormentas; lo que no nos preocupa por lo que pueda pasar aquí, en el desierto, aquí, simplemente, no lloverá, pero por lo que pueda pasar allá, en la Cordillera, en el paso de Huaitiquina hacia la Argentina, donde una nevada nos cortaría el paso. Pero faltan varios días, y todavía muchas cosas pueden ocurrir.
Hemos decidido que más vale cambiar el amortiguador, y por lo tanto los dos, ya que van siempre en pares, sin esperar a más tarde, siempre que se consigan importados de una marca conocida de Vespuccia; y también decidimos que, si es que los hay, luego - que debería de ser alrededor del mediodía - nos daremos el gusto de volver los 110 kilómetros que hay entre Calama y María Elena, para ver, una segunda vez, las llamativísimas piezas expuestas en aquel museo, y con la esperanza de tomar algunas fotografías, lo que, empero, se podría hacer solamente si el director se aviene a sacar las valiosas piezas de sus vitrinas. Veremos.
Estamos de vuelta, pues, en María Elena, pero no exactamente cuando lo teníamos pensado.
Sí, buscando largo rato, el taller encontró amortiguadores a nuestra satisfacción. Sí, todo estaba listo para el mediodía.
Y sí, habíamos salido como planeado para María Elena, pero, a los pocos kilómetros, enpezamos a escuchar un crujido, débil y sordo, como viniendo de las ruedas de atrás; quizás algún problema con un rulemán, conjeturamos de inmediato, desanimadamente. Ni pensar en largarse con semejante perspectiva por estos desiertos. Media vuelta, de vuelta al taller. Pero nos topamos con el dichoso horario del mediodía, vale decir que el taller no abriría hasta las 15:30. ¿Qué hacer sino esperar?
La primera idea de los mecánicos fue la misma que la nuestra: los rulemanes, o rulimanes, o rodamientos, según las usanzas de varios países. Pero no; revisaron todo por los cuatro costados y no eran los rulemanes, no era la corona, no había nada. Debió de haber sido algún ruido accidental, pasajero, y sin ninguna importancia. Todo lo importante estaba en buenas condiciones. Mejor para nosotros, y salimos una segunda vez para María Elena.
Pero ya no era el mediodía, ya eran las 5 de la tarde; así que a María Elena llegamos ya al anochecer.
Con suficiente luz, empero, para ver la calamidad de la población de María Elena envuelta como para sofocar en espesos nubarrones de polvo que, el otro día, el viento alejaba en otra dirección pero que, hoy, lleva directamente por entre las calles del poblado. Absolutamente tremendo vivir bajo, y a veces dentro de, semejante amenaza.
Y con la grandísima suerte, para la esencia de nuestros propósitos, de alcanzar justo a tiempo a toparnos con el director del museo que, cinco >>>>>>>>