camino, probablemente el más hermoso chancho que jamás vimos; fue para nosotros lo que fue la paloma para Noé cuando le indicó que ya había otra vez tierra firme después del diluvio.
Ay, esos trechos en aguda bajada - donde no había seguridad de que se podría dominar el vehículo porque se iba resbalando solo hacia abajo; esos trechos de aguda subida - donde no había seguridad de que se podría trepar aun con la doble tracción.
Después del chancho, apareció toda una aldea y empezamos a recobrar nuestra tranquilidad. Pero no duró el bienestar renaciente mucho tiempo.
Encontramos una mujer, le preguntamos con curiosidad el nombre de la aldea; y también, con la seguridad de que era una pregunta innecesaria, si había camino decente de ahí en adelante.
Pues no; no hay camino todavía, decente o indecente, simplemente no hay camino. Hay que arriesgarse por la playa con la bajamar.
De manera que así era la cosa; no era la alternativa barro serrano o playa sino que era el barro serrano y la playa. Qué perspectiva escalofriante fue, con nuestro gran peso, quedarnos trancados en la arena de la playa, o simplemente quedarnos varados por un desperfecto mecánico, y ver la marea subiendo y tragándolo todo. Y, otra vez, no había elección; había que enfrentar lo que fuere porque, regresar, como ya sabíamos, no se podía, y camino hacia adelante simplemente no había.
Pero, felizmente, sin siquiera tiempo para pensar demasiado, apareció un ángel guardián en la forma de un colectivo con recorrido local; nos enteramos de dos cosas: una, que el mar estaba justamente en su punto más alto, y dos, que el conductor iba a viajar hacia el sur por la orilla de las olas. En un segundo o dos, tuvimos que decidir entre quedarnos para acostumbrarnos más a la situación o echarnos, en base a pura fe, en la estela del colectivo y seguirlo por dónde iba a ir; es esto último que hicimos; mejor meter las ruedas en el mar y seguir un baquiano conocedor de las cosas que andar en la playa libre de agua pero no sabiendo dónde pisar. De todos modos, encontrándose la marea justamente en su punto más alto, no había lugar para nuestra aprensión de quedarnos trabados en la playa y tragados por el mar subiendo - de su punto alto, el mar podía solamente bajar.
En la playa, las aguas no eran campo libre tampoco; se parecían, más que nada, a un gigantesco escenario ondulado atestado por una coreografía en quincunce hasta donde la profundidad lo permitía, cada figura acrecentando la noción de geometría empujando delante de sí un gran triángulo, tan grande, o más grande, que ella misma; todo, en forma algo fantasmal por la media luz de un cielo herméticamente sellado; eran centenares de pescadores recorriendo las olas con redes triangulares, pescando o recogiendo algo.
En la playa después de Cinco Cerros