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de Aklavik; ¡qué similitud en la situación de dar vueltas entre los sinuosos bancos de un río, y sin embargo qué contraste!

Ahora, las aguas se han vuelto más rápidas - haciendo más obvio que su dirección es contraria a la nuestra; a veces, inclusive formando lo que se podría llamar pequeños rápidos.

Por lo observado, el río sirve de lo que, en Inuvik, se llamaría utilidor, o sea de conjunto de cañerías que, por una parte, trae agua potable y, por otra parte, se lleva agua ya utilizada de las cocinas y de los baños - salvo que, en este caso, el río es una sola cañería, de la cual se saca agua potable, o por lo menos para beber, y por la cual, al mismo tiempo, se evacúa los desechos; a veces, todo en una sola operación, o sea que la gente entra en el agua para lo que, parece ser tomarse un baño pero en realidad es ocuparse de sus funciones naturales intra-acuáticamente, mientras que, dos pasos más lejos, se entiende que aguas arriba, se toma un delectable trago para apagar la sed.

Esta eficiente combinación de funciones le pasó a la señora del guía, que, lamentablemente, sufre de diarrea: en cierto momento, sin más ni más, saltó de la piragua, y en un par de minutos estaba de vuelta en la piragua, toda aliviada, operación hecha más expeditiva por su indumentaria, una tela enrollada alrededor de la cadera.

Llegamos al pueblo de Boca de Cupé. En esta parte del país, el topónimo "Boca" se repite varias veces porque los pueblos se instalan preferentemente en la confluencia del río principal y de uno de sus tributarios, o sea en la boca del tributario; en este caso, el tributario del río Tuira se llama Cupé, por lo tanto, el pueblo se llama Boca de Cupé.

Este villorrio es puro Negro, descendientes de los esclavos que, en otros tiempos, se escaparon de su esclavitud; los únicos "indios" aquí, en este momento, son nuestros guías y familia, y los únicos "blancos", naturalmente, somos nosotros. Un arrabal con todo lo malo de un arrabal, pero al cual, por colmo, falta la ciudad.  De todos modos, vamos a pernoctar aquí.

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¡Ay, qué noche!

Nos acostamos en el piso de una casucha de tablas de madera sobre tacones; tipo villa miseria sin equiparación posible con la simplicísima estética de las chozas, de juncos y palmas, de los Chocoes; en lo que el dueño había anunciado que sería una cama y que resultó ser una frazada en el suelo. Nos acostamos muy temprano porque en la oscuridad, sin luz artificial, nada se podía hacer, y también por estar cansados.