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Las excavaciones están protegidas por tinglados de chapa ondulada, con la consiguiente media-luz. Todo parece revuelto - construido, destruido, construido otra vez. Es sumamente peligroso caminar por las excavaciones porque sus profundidades varían muchísimo, de manera que hay pozos y hoyos de apreciable profundidad, muchas veces de varios metros, que se abren sin preaviso ante los pasos del visitante.

El rasgo más grande que vimos fue la escalinata de subida a un zigurat, a muchos metros debajo del nivel presente del terreno; y el rasgo más chico, un conducto de agua, de un estilo que, precisamente, hace pensar que la gente de Teotihuacan anduvo por aquí.

Naturalmente, en el sitio mismo, no hay una pizca de información para el público; ningún folleto; lo que sabemos, lo sabemos no porque lo hayamos aprendido de información pública.

Para peor, hay otro monumento en el lugar; un monumento a la falta de interés de quien está a cargo del sitio; un cartel de metal - que, otrora, identificaba el sitio por su nombre y por unas diez o quince líneas - hoy en día totalmente ilegible porque está totalmente herrumbrado; sería mejor sacarlo porque, así, es una vergüenza.

Quizás semejante desidia sea bajo la influencia del significado de Kaminaljuyú: Valle de Muerte.

Después, nos dirigimos al Museo de Arqueología y Etnología, con la intención de hablar con alguien referente a las piezas que vimos en El Baúl.

De paso, vimos un famoso reloj-jardín en un parque, con el cuadrante hecho de macizos de flores, y funcionando de verdad.

Llegando al museo, la primera sorpresa fue enfrentarnos, contra la pared del museo, con las reproducciones, tamaño natural, de dos de las piezas que nosotros vimos en El Baúl; quiere decir que nuestro interés natural despertado en aquel sitio tiene que haber sido justificado para que estas piezas se merezcan tener sus réplicas en el museo de arqueología de Guatemala.

La segunda sorpresa fue que el museo estaba cerrado; sí, señor, hay que comer, está cerrado de las 12 a las 14, aun los domingos.

A las 14 abrió el museo, pero no había nadie idóneo con quien hablar. Nos quedamos, pues, con las ganas. La antesala del museo se parece más bien a la antesala de un nosocomio, sin nada a la vista sino paredes baratas, blancas, desnudas, con la excepción de una pequeña vidriera exponiendo lo que llaman la pieza del mes, suponiéndose que ahí muestran, cada mes, otra pieza; dicha antesala no despierta el más mínimo interés en visitar el museo - y no lo visitamos.