Ah pero, cuando doblamos desde Los Encuentros hacia Chichicastenango, ahí fue entrar en otro mundo.
En el empalme mismo, bien encima de las dos rutas, vimos un gran reducto, un bastión, defendido por tapias de bolsas de arena y dominado por una atalaya, con una guarnición de milicia, o sea de gente en civil, vigilando con armas largas en la mano los alrededores. Y luego hubo, repetidas veces, más puestos, ubicados en lugares altos, y fortificados con bolsas de arena, y dominados por un mirador, cada uno, con gente armada, vigilando.
Pero, en este caso, al contrario de lo que pasaba en los puestos de milicia anteriores, éstos no interferían con el tráfico sino que observaban solamente desde arriba; un ambiente no muy tranquilizador.
En la segunda mitad de la distancia hacia Chichicastenango, el camino se volvió terrible - por una bajada y una subida de diez grados de inclinación, con una sucesión de curvas tan puntiagudas que apenas si se las puede llamar curvas. Vencer semejantes curvas con semejante pendiente, a paso de tortuga, en primera, y sin el beneficio de velocidad adquirida, con un vehículo de cuatro mil kilogramos, no era una empresa sin su dosis de aprensión; y cada curva vencida parecía un pequeño milagro.
Finalmente, llegamos a Chichicastenango.
Chichicastenango, o mejor dicho Santo Tomás de Chichicastenango, como ciudad, no es nada. Su único interés radica en la presencia de los Mayas Quichés, delante de la iglesia de Santo Tomás, dentro de la iglesia de Santo Tomás, y en el mercado, que, dos veces a la semana, los jueves y los domingos, inunda la calle que lleva a la iglesia.
Hoy, por pura casualidad y pura suerte, es jueves, así que vimos el mercado. Hay tanta mercadería de los Mayas que pierde cualquier valor de atracción y se destruye a sí misma; no sabemos qué logra vender cada uno de los puesteros - con docenas y quizás centenares de éstos, y tan sólo una docena de forasteros que calculamos, incluyendo nosotros.
Lo más interesante es lo que los Quichés hicieron con la iglesia, y hacen en ella.
|±| Del interior original de la iglesia, quedan, el altar mayor, el tercio de bancos más cercano al altar, algunos cuadros ennegrecidos e indiscernibles en las paredes laterales, paredes por otra parte totalmente desprovistas de cualquier adorno, como paredes de galpón, y quizás dos o tres relicarios de vidrio con unos santos sombrios y olvidados.
|±| En los dos tercios de la nave más cercanos a la entrada de la iglesia, o sea los más prácticos, así llanamente vaciados, vimos tres altares sui-géneris contra las paredes laterales, eregidos allí por los paraborígenes a su gusto o