Hacia el sur, pues, por carretera muy recta, por terreno muy llano, por lo que se dice ser una de las partes más áridas de esta península; si bien es cierto que es desértica, también no hay duda de que todo está verde de plantas de desierto, de xerofitos.
Lejísimos en el horizonte izquierdo, sigue la espina serrana bajacaliforniana; a nuestra derecha, nada; la llanura tiene que terminar en el mar - es el desierto Vizcaíno.
La carretera está corriendo ahora transpeninsularmente hacia la costa del golfo de California. O sea, nos estamos aproximando paulatinamente a la espina serrana a nuestra izquierda. Estamos a unos sesenta kilómetros del pueblo de San Ignacio.
A nuestra derecha, apareció una corta cadena de cerros, de una conformación totalmente diferente de la espina orográfica a nuestra izquierda.
Por lo visto recién - un campito pequeño pero bien trabajado y verde, a fuerza de riego, probablemente de agua de pozo - el desierto podría ser fértil si tuviera agua. Lamentablemente, son excepciones los lugares que tienen agua de subsuelo, ya que se encuentran solamente a lo largo de una fractura geológica.
Volviendo en pensamiento a Guerrero Negro, fue allí que vimos por primera vez en territorio mexicano una bandera mexicana.
Parece que el desierto se está poniendo desierto de verdad; parece que, aquí, ni la vaca más mañera podría sobrevivir.
Llegamos al oasis y pueblo de San Ignacio. El oasis es verdadero y auténtico - con miles de palmeras y agua de manantiales - no algún pequeño oasis artificial de pocas palmeras a base de riego como vimos en el Valle de la Muerte en Vespuccia.
Por lo que sentimos, un oasis de verdad en el medio de un desierto no es solamente cosas físicas, palmeras y agua, sino que es también un espíritu, una sensación de seguridad y sosiego; y cuánto más vívido tenía que ser este sentir en otros tiempos, cuando viajar a través del desierto era cien veces, mil veces, infinitamente, más precario que hoy.
El pueblo anidado en este oasis le agrega todavía más encanto, más intimidad, con sus mil habitantes, sus calles angostas de tierra, su plaza central literalmente sepultada debajo del inimaginablemente tupido y voluminoso follaje de unos laureles de la India que parecen varias veces centenarios pero que, según nos dijo un parroquiano sentado en la plaza, no tienen más de unos cincuenta años - parece que crecen muy rápidamente.
Y no hay que olvidar la misión, fundada en 1728, como parte de la cadena de misiones que, empezando aún más al sur con la misión de Loreto, iba a extenderse hacia el norte por toda California, lo que, naturalmente, incluye la Alta California de hoy.