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descubierto hace siglos y siglos, a saber que la manera limpia de hacer las cosas era extraer las piñolas sin tocar las piñas y dejarlas caer en una canastita.

Ya estábamos por regresar al vehículo, cuando notamos que la pendiente por la cual estábamos tropezando terminaba en una plataforma; ahí, descubrimos, nos esperaban unos cactos con sus frutas rojas, y ahí no más empezó una segunda cosecha, y ahora tenemos una reserva de tunas/nopales de cactos. Y también centenares de espinas en los dedos.



         Cosechando las tunas
   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                          Pero ... ¡cuántas espinas!

Mientras estábamos en la plataforma, nos sentimos un poco como un par de paraborígenes de antaño, dándonos cuenta de que estábamos allí en la época pródiga, con piñolas y frutas, y no en otra, de famina y miseria que también habría de venir.

Yendo de cactus en cactus, también descubrimos que había otro deleite para la vista, a saber que muchas de las piedras allí arriba estaban cubiertas de manchitas de líquenes de - veamos - negro, pardo, amarillo, azul, sí, cuatro colores, haciendo, con el fondo gris de las piedras, un muy lindo cuadro pentácromo, con más sutileza y armonía que muchos cuadros colgados en las galerías pictóricas de las ciudades.

Es interesante rememorarse que líquenes - éstos, y los que vimos en el Alto Artico por supuesto también - son bien curiosas cooperativas entre honguillos y algas; los honguillos aportan humedad a las algas; y las algas aportan nutrición a los honguillos; y los dos viven felices y contentos. Bien curioso.

Entonces, echamos otra vez a andar, deleitándonos y fortificándonos de vez en cuando con puñados de piñolas; naturalmente, mucho más frescas y sabrosas que las que se compra en los negocios de los así-llamados alimentos de salud; hay gente que consideraba, y gente que sigue considerando, los paraborígenes unos salvajes, pero no hay duda de que éstos sabían lo que era rico y lo que era saludable - y hoy estas piñolas se las vende a precio de oro.

Apenas nos preparábamos a recobrar el hilo del relato, que tuvimos otra interrupción, la segunda; otra cuestión de panorama.

Pronto nos dimos cuenta de que aquella primera vista, por la cual habíamos parado la primera vez, había sido solamente un preludio a un paisaje fantástico de acantilados, de las formas las más exuberantes, y de un color mayormente bermejo violento - si bien con manchas de otros colores como ser blanco y gris azulado, como para crear contrastes, todavía más estupendos. No sabíamos por dónde mirar primero. Las cosas oscilaban entre fantástico y estupendo. Recuperar el atraso en las anotaciones era bien imposible porque necesitábamos 100/oo de nuestra atención, de nuestra percepción, para abrir todos nuestros sentidos a este espectáculo de cuento de hadas. La mejor sección fue a lo largo de la ruta 89 A, entre el paraje House Rock y el paraje Marble Canyon; luego, las cosas siguieron todavía interesantes, pero quizás sin tanta opulencia.