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Otra prueba de que este pueblo está decidido a no copiar al vulgo y más bien a ser parte de un grupo selecto, es su antología pública y al aire libre, algo al estilo del "Morro" aquel - pero, en este caso, antología acumulada no por invasores dejando su marca en el territorio subyugado sino por viajeros, ya sea por libre albedrío, ya sea por servitud, proclamando, o añorando, sus terruños de origen; pero, en este caso, por viajeros no desde los tiempos de las invasiones sino desde los tiempos de la construcción de la carretera alaskana; pero, en este caso, no por grabado en roca sino por medio de carteles viales - ya sea caseros, ya sea obtenidos quién sabe cómo, porque robo se supone que no puede haber sido - traídos de centenares de sitios de orígenes diferentes.


Una colección muy sui generis

La semilla de esta hirsuta proliferación de carteles fue la idea, el impulso, que tuvo un soldado de los que construían la trocha de Alaska, de plasmar su añoranza de su terruño, levantando un poste con la inscripción, a mano, del nombre de su pueblo y de la distancia que los separaba.

Es justamente también el lugar donde los dos cuerpos de ejército cortando la trocha de Alaska a través de las selvas vírgenes, uno desde el norte, el otro desde el sur, se unieron como punto final de la tarea.

Aprendimos que nuestra primera y penúltima oportunidad de desviar, por el pueblo de Ross River, está - supuestamente - transitable, así que es por ésta que nos vamos a encaminar ahora.

Después de unos 50 ó 60 kilómetros por esta nueva carretera, la Campbell Highway, nos paramos para la noche. Son las 7. Todavía hay plena luz del día. Nos habíamos estado preguntando si, en esta época del año, los días se irían acortando o alargando conforme subiríamos hacia el norte, y vemos que se van alargando.

Todo está cubierto por nieve, pero no hay tanta cantidad como se podría suponer según la noción romántica de estas partes del continente. Es cierto que hay más nieve en Québec que aquí.

Nos acompaña un tiempo magnífico, con días soleados, un cielo azul, y una ambitura diurna completamente tibia - o por lo menos así nos parece, porque nada se derrite. En este momento, no hay la menor pizquita de viento. El silencio es perfecto.

La vegetación se ha vuelto, otra vez, la tradicional, o por lo menos la que nosotros consideramos la tradicional, de Canadá, o sea un ininterrumpido y tupido bosque de coníferos, un bosque de tal extensión que, cuando visto desde una elevación, se parece a un océano verde de horizonte a horizonte.

Este bosque sin fin, por su propia existencia, pone de relieve el hecho curioso de que el límite boreal de árboles va subiendo bastante fuertemente de este a oeste: si aquí, en el oeste, el límite boreal de árboles quedase a la misma baja latitud que tiene en el este, cerca de la bahía de Hudson, o sea en