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No quisimos enfrentar semejantes incógnitas sino con la máxima carga de nafta. Pero, en Bolivia, como hay siempre cola, siempre diez o quince o más motoristas esperando que uno, por fin, se vaya de la bomba, no es posible llenar el tanque meticulosamente hasta el último litro; para obviar el problema, decidimos llenar nuestro tanque meticulosamente tomando el combustible de uno de los tanques de auxilio con un sifón, y yendo luego a la bomba a llenar el tanque de auxilio sin tanteos.

Ah, pero ahí empezaron los problemas. Primero, descubrimos que uno de los dos sifones no lo pudimos encontrar - quizás lo perdimos, quizás nos lo robaron; tuvimos que utilizar el otro, y el otro no quería chupar bien; cuando, finalmente, el líquido fluyó, se desarmó una conexión de la manguerita, con el consiguiente derrame de nafta; apenas restablecido esto, se desarmó la otra conexión, con el consiguiente derrame de nafta; ambos incidentes debidos, nos dimos cuenta, a que este sifón no se había utilizado en mucho tiempo y se había resecado.  Contratiempos sin mucha importancia, pero enojosos.

Finalmente, logramos nuestro propósito de tener carga completa de nafta hasta la última gota. De paso, descubrimos la astucia de cómo no tener que hacer cola en el surtidor; simplemente, en vez de poner el coche en la fila, se lo estaciona a veinte o cincuenta metros, se va a comprar nafta con un tanque de mano - que se atiende sin hacer la cola, mientras la fila de coches espera - y se transvasa el líquido del tanque de mano al tanque del vehículo. A cada problema, su solución.

A pesar de pasado ya el mediodía, decidimos partir sin más demora.

Sin preámbulo ni preaviso, nos encontramos cruzando una perfecta planicie - que, por su altitud de 3.700 metros, es menester llamar altiplanicie - tan chata como el fondo sedimentado de una ciénaga desecada; efectivamente, había frecuentemente grandes espejos de agua que, sin embargo, no tenían más de contados centímetros de profundidad en toda su extensión según pudimos estimar en proporción de los pájaros zancudos apenas mojándose las palmas en su medio.

Así llegamos, por un camino entre malo y peor, pero, hay que reconocer, nunca terrible, a unos veinte kilómetros pasado el villorrio de Toledo.

En ese punto, nos detuvimos para observar en detalle unas construcciones que, a primera vista, nos habían parecido hornos de carbón de leña, lo que, evidentemente, en ese ambiente, no tenía sentido. Resultaron ser viviendas de un tipo muy especial, en forma cónica, con sólo una pequeña excrecencia para dar forma a la apertura de entrada, hechas de adobes de barro, éstos, también de forma muy particular por ser trapezoidales. Algunas de las construcciones están sin revocar, por lo que pudimos ver los adobes; otras están revocadas.



Iglú de adobe