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Así, en Ranrahirca, en Yungay, debajo de nuestros pies, está madurando un sitio de fascinación para los arqueólogos del año 3000 ó 4000 ó 5000 - ¿cómo vivía aquella gente primitiva del siglo XX, qué viviendas tenía, qué herramientas tenía, qué comía, cómo eran sus telas, sus cerámicas?

Ya sentimos en experiencia propia las tremendas dificultades de la geología, de la topografía, del Perú; pero aquí estamos frente a algo infinitamente más tremendo, multiplicado por, y multiplicando, las dificultades de la topografía y de la geología; estamos frente a algo por completo indominable - la ubicación de esta topografía frágil, de esta geología frágil, en una zona de frágil inestabilidad geológica, parte del llamado Círculo de Fuego del Pacífico, una permanente amenaza, por demás frecuentemente efectivizada, de terremotos complicados por derrumbes como éste, cada vez, un fin del mundo para quienes los sufren.

Claro que, a nuestro modo de ver, el Círculo de Fuego es más bien un Arco de Fuego - en la práctica, desde los Andes chileno-argentinos a las islas asiáticas, a lo largo de las costas continentales, pero quizás no sea éste el momento de descorticar conceptos; y mejor volver al tema del lugar.

Hoy, hay un nuevo Ranrahirca, antes de llegar al sepultado, y un nuevo Yungay, después de pasar el sepultado.

En este nuevo Yungay, nos paramos, quién sabe por qué, un ratito en una esquina; y en el medio de la lucha inmediata que siempre se entabla, donde sea que paremos, con los niños peruanos - que resultan ser la mayor peste de niños que jamás encontramos en esta Expedición - el oído de Karel detectó la tenue dulzura de un sonido casi extraterrestre; tres notas más tarde, Karel se dio cuenta de que era un arpa inhabitualmente suave; y, siguiendo su oído, llegó a un boliche destartalado.



Sí, destartalado está

Boliche destartalado, hecho de delgados troncos de árboles, tablas, hojas de plástico, quizás un poco de adobe, y un techo de chapas; con una mesa y varias sillas, todo también destartalado; donde servían, a quien se atrevía a entrar, cualquier cosa desde una gaseosa hasta arroz con pescado, y donde, de un rincón obscuro, salían las dulces armonías, tocadas por el dueño del lugar, mientras la mujer hacía lo demás. Qué ungüento para los oídos, para el espíritu, para todo el ser, esta música - suave, melodiosa y alegre al mismo tiempo - después de tanta música de basura, tanta música flagelada por energúmenos que tienen la soberbia de creerse sofisticados.

Entramos.


Lástima que, con la foto, no se pueda oir la música

Aprendimos que el dueño y arpista, también es el constructor del boliche y del instrumento. Hasta nos mostró diplomas de Mejor Constructor de Arpas del Callejón de Huaylas. Y nos enteramos de que nunca había aprendido música sino por sí solo y por oído, y en seis meses.