español english français česky

Puede parecer extraño, para no decir desatinado, construir de barro, aunque adobe se lo llame, edificios importantes, toda una ciudad, toda una capital imperial, cuyo centro administrativo cubría casi 1,5 km², y cuya superficie urbanizada alcanzaba algo de 23 kms² - algunos cálculos llegan a 30 kms², claro, según lo que se considere urbanizado; pero en un desierto como éste, adobe es no solamente un material adecuado sino el único posible.

Lo extraño es que, en esta zona adaptada a implacable aridez, ocurren cada tantas décadas, y sin previo aviso, desajustes climáticos con lluvias muy mayores que las escasas lluvias de normalidad, diluvios cuando el adobe se derrite como manteca al sol.

De manera que lo que, a nuestras generaciones, mirando el barro derretido, puede parecer un desatino de falta de visión, es, en realidad, el normal resultado, en un lugar despoblado y abandonado, de una acumulación de siglos y siglos de escasos desajustes climáticos como no se acumulaban durante toda la vida de cada generación que vivía entonces - por otra parte siempre modificando, o sea renovando, su ciudad, como ocurre con todas las ciudades, aun de piedras o de ladrillos.

¿En qué estado están, hoy, ruinas, aun de piedras, abandonadas a la intemperie de siglos sin intervención conservadora y, llegado el caso, reparadora?

Así que fue en tales condiciones - del punto de vista de los habitantes de entonces - que llegó a florecer una urbe no solamente extensa sino también compleja.

Es que cada nuevo soberano de turno quería su propio palacio, su propio símbolo y núcleo de poder, su propia tumba. En la configuración de la ciudad que nos quedó como ruinas, hay ruinas de nueve tales focos de poder.

Vimos paredes, muchas veces de centenares de metros, de hasta 600 metros de un tirón, de largo, con alturas de hasta siete/ocho metros, y en algunos sitios, de hasta doce metros; paredes de sección trapezoidal, naturalmente, para mayor solidez, para hacer estas alturas posibles.



Sí, y todo de barro

Todavía sobreviven vestigios, según pudimos ver, atestiguando que estas paredes originariamente estaban decoradas, algunas, totalmente cubiertas, con frisos en relieve, todos, moldeados muy hábilmente - hasta sorprendentemente - en barro, pues.

Estos frisos reflejaban, según también pudimos ver en algunos vestigios, la importancia de los elementos marinos en la vida y las preocupaciones de los Chimúes, ya que aquí, como en Copán, no había arte como arte, sino arte como simbología: olas tranquilas, olas desmontadas, peces, pelicanes, estrellas de mar, personajes en caballitos de totora, la Luna - se supone que por las mareas - y muchas representaciones de la red de pescar.